Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

POTEMKIN


Iluminaciones, Walter Benjamin, p. 155
Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular, durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la propia zarina. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces cuando Shuvalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de Estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. “Qué sucede, Excelencias? ¿En qué puedo servir a Sus Excelencias?”, preguntó el servicial Shuvalkin. Le explicaron lo que sucedía y lamentaron no poder hacer uso de sus servicios. “Si es así, Señorías -dijo Shuvalkin-, confiadme las actas, os lo ruego.” Los consejeros de Estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuvalkin, con el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin siquiera dudarlo, abrió la puerta y constató que esta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y mordiéndose las uñas. Shuvalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y, sin perder tiempo, la puso en la mano de Potemkin, mientras colocaba un acta sobre su regazo. Potemkin, medio dormido y después de echar un vistazo ausente al intruso, estampó la firma, y luego otra sobre el siguiente documento, y otra ... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuvalkin cerró el portafolio, se lo puso bajo el brazo y sin más salió, tal como había venido. Enarbolando las actas hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de Estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Pero nadie dijo nada. El grupo se quedó de una pieza. Shuvalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces cuando su mirada recayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin ...

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