Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CATIVOS


La Tribuna. Emilia Pardo Bazán, p 212
Lo más característico del barrio eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al salir el sol en el horizonte salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y doce años, que daba gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y encogidos como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión; a algunos, al través de las capas de suciedad y polvo que les afeaban el semblante, se les traslucía el carmín de la manzana y el brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas cabelleras, que si ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando los peinaran las cariñosas manos de una madre. No era menos curiosa la indumentaria de esta pillería que sus figuras. Veíanse allí gabanes aprovechados de un hermano mayor, y tan desmerusadamente largos, que el talle besaba las corvas y los faldones barrían el piso, si ya un tijeretazo no los había suprimido; en cambio, no faltaba pantalón tan corto que, no logrando encubrir la rodilla, arregazaba impúdicamente descubriendo medio muslo. Zapatos, pocos y esos muy estropeados y risueños, abiertos de boca y endeblillos de suela; ropa blanca, reducida a un jirón, porque, ¿quién les pone cosa sana para que luego se revuelquen en la carretera y se den de mojicones todo el santo día, y se cojan a la zaga de todos los carruajes, gritando: «¡Tralla, tralla!>>
De lo que ninguno carecía era de cobertera para el cráneo: cuál lucía hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza con un oso; cuál un agujereado fieltro sin forma ni color; cuál un canasto de paja tejido en el presidio, y cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal arte, que las puntas simulaban orejas de liebre. ¡Oh, y qué cariño profesaban los benditos pilluelos a aquella parte de su vestimenta! Antes se dejarían cortar el dedo meñique que arrancar la gorra o el sombrero; nada les importaba volver a casa de noche sin una pierna de calzón o sin un brazo de la Chaqueta; pero con la cabeza descubierta, sería para ellos el más grave disgusto.

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