Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EL ATICA

El Mago, John Fowles, p. 39.40
Cuatro días después me encontraba en lo alto del Himeto, contemplando la gran aglomeración de Atenas-Pireó, las ciudades y sus suburbios, las casas esparcidas como un mil1ón de dados por la llanura ática. Al sur se extendía el azul puro del mar de finales del verano con sus islas de color piedra pómez, y más allá se elevaban en el horizonte los serenos montes del Peloponeso como un detenido flujo de tierra y agua. Serenos, soberbios, majestuosos: intenté encontrar adjetivos menos corrientes, pero todos los demás términos parecían alicortas. Podía ver el paisaje hasta una distancia de más de ciento veinte kilómetros, y todo era tan puro, todo tan noble, luminoso e inmenso como siempre había sido.
Era como viajar por el espacio. Me encontraba en Marte, hundido en tomillo hasta las rodillas, bajo un cielo que parecía no haber conocido jamás el polvo ni las nubes. Bajé la vista hacia mis pálidas manos londinenses. Incluso ellas parecían cambiadas, extrañas hasta la náusea, cosas de las que hubiera debido desprenderme mucho tiempo atrás.
Cuando sobre el mundo que rodeaba cayó esa luz esencial del Mediterráneo, ví que su belleza era suprema; pero cuando me alcanzó a mí, sentí su hostilidad. Más que limpiar parecía corroer. Era como encontrarse al comienzo de un interrogatorio bajo potentes focos; podía ver la mesa con correas a través de la puerta abierta, mi antiguo yo empezaba a saber que no sería capaz de resistir. En parte era el pánico, el desnudamiento del amor; porque me sentí absoluta y eternamente enamorado del paisaje griego desde el momento mismo de mi llegada. Pero con el amor apareció una sensación contradictoria, casi irritante, de impotencia e inferioridad, como si Grecia fuese una mujer tan sensualmente provocativa que yo tuviera que enamorarme física y desesperadamente de ella, y al mismo tiempo tan sosegadamente  aristocrática que jamás podría abordarla.

Ninguno de los libros que había leído explicaba esta cualidad siniestro- fascinante, este íntimo parentesco con Circe que tenía Grecia; y que la convierte en un país único. En Inglaterra vivimos unas relaciones asordinadas tranquilas y domesticadas con lo que queda de nuestro paisaje natural y su suave luz nórdica; en Grecia el paisaje y la luz son tan bellos, tan omnipresentes, tan intensos, tan salvajes, que las relaciones son inmediatamente de amor-odio, pasionales. Tardé muchos meses en llegar a comprenderlo, y muchos años en llegar a aceptarlo.

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