Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA MUERTE DE BORGES

De Borges: la posesión póstuma, de Juan Gasparini, p.105-106
Su lucidez continuaba inalterable. La mantuvo intacta hasta que en «las últimas 24 ó 36 horas» el médico lo vio desfallecer «Es como si usted va desconectando uno a uno los fusibles de la electricidad, llega un momento en que la luz se extingue cuando usted apaga un buen número. Calmadamente uno duerme, luego entra en coma, una fase donde se respira cada vez peor, se vuelve a dormir, una agonía no violenta, suave.
El apartamento de la Grand Rue donde Borges se exdnguía con sosiego le fue procurado a comienzos de junio, según la apreciacion de Balavojne «Lo llevamos Ambroset y yo. Fue como la distensión de un resorte, A los tres días falleció apaciblemente El círculo se cerraba, las defensas se distienden. La fatiga y las complicaciones de una neumonía, sumadas a una disfunción cardíaca, le hicieron perder conciencia en las últimas 18 horas, Era casi imposible despertarlo el viernes por la tarde, Yo pasé junto a él un largo momento por la noche y cuando volví a la mañana del sábado acababa de morir. El Dr, Ambroset estaba a su lado en el momento de constatar el deceso. Terminó sereno, digno, como él quería y me lo dijera, habiendo vivido dignamente, Fui yo quien firmé el certificado de defunción a las 8.15 horas del 14 de junio de 1986»,
El recelo del pavor frente a la muerte, aproximado en la entre vista que me concediera en Ginebra en 1984, no sucedió. Dos años antes de que la tuviera enfrente, avizoraba que para él, «la muerte es una esperanza, Yo espero, como dijera mi padre, morir enteramente, en cuerpo y alma, y ser olvidado también, De modo que no pienso la muerte con temor, Aunque quizá cuando llegue sea bas tante cobarde, como lo son todos». Antes de producirse la confrontación, le preocupaba «en qué lengua voy a morir, pero no se quejaba», rescata Jean Pierre Bernés. En esos instantes, no perdió el gobierno de su personalidad. Su mente se mantuvo inundada por la serenidad. En los umbrales de la fractura con la vida ningún rapto de desesperación le aniquiló principios asumidos o lo convirtió en un renegado de lo que fuera. No traicionó sus conviccio nes de agnóstico, abrazando algún credo religioso. Ningun pánico lo movió a saltar del cerco de los estoicos hacia los católicos o protestantes.

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