Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LACAN VS DALI

DALI Y LACAN
Lo desee o no, parezco destinado a una excentricidad truculenta. Tenía treinta y tres años. Un día en París me llamó por teléfono un joven y brillante psiquiatra. Acababa de leer un artículo mío en la revista Minotauro sobre “Mecanismo interno de la actividad paranoica”. Me felicitó y expresó su asombro ante la exactitud de mi conocimiento científico de esta materia, tan mal comprendida usualmente. Deseaba verme para discutir conmigo toda esta cuestión. Convenimos en vernos a hora avanzada aquella misma tarde, en mi estudio de la calle Gaudet. Pasé toda la tarde en un estado de agitación extrema, ante la perspectiva de nuestra entrevista, e intenté planear por anticipado el curso de nuestra conversación. Mis ideas eran tan a menudo consideradas, aún por mis más íntimos amigos del grupo surrealista, como caprichos paradójicos –con matices geniales, por supuesto-, que me halagaba ser finalmente tomado en serio en círculos estrictamente científicos. De ahí que estuviera ansioso de que, en nuestro primer intercambio de ideas, todo fuese perfectamente normal y serio. Mientras aguardaba la llegada del joven psiquiatra, continuaba trabajando de memoria en el retrato de la vizcondesa de Noailles, en el cual me ocupaba entonces. Esta pintura era ejecutada directamente sobre cobre. El bruñido metal reflejaba la luz como un espejo, lo que me impedía ver claramente mi dibujo. Observé, como ya lo notara antes, que veía mejor lo que hacía allí donde los reflejos eran más brillantes. Al momento pegué a la punta de mi nariz un cuadrado de papel blanco de 2.5 cm. Su reflexión hacía perfectamente visible el dibujo de las partes en que trabajaba.
A las seis en punto –hora convenida de la visita- sonó el timbre de la puerta. Guardé apresuradamente mi cobre, entró Jacques Lacan e inmediatamente nos lanzamos a una discusión tecnicísima. Tuvimos la sorpresa de descubrir que nuestras opiniones eran igualmente opuestas, y por las mismas razones, a las teorías constitucionales aceptadas entonces casi unánimemente. Conversamos durante dos horas en constante tumulto dialéctico. Partió con la promesa de que mantendríamos un contacto constante y nos veríamos periódicamente. Después de su partida, me puse a pasear por mi estudio intentando reconstruir el curso de nuestra conversación y sopesar más objetivamente los puntos en que nuestros raros desacuerdos pudieran tener verdadera importancia. Mas cada vez estaba más perplejo por la manera, más bien alarmante, en que el joven psiquiatra me escudriñaba el rostro de vez en cuando. Era caso como si el germen de una extraña, curiosa sonrisa quisiera entonces transparentarse en su expresión.
¿Estaba estudiando los efectos convulsivos, en mi morfología facial, de las ideas que agitaban mi alma?
Encontré la respuesta al enigma cuando fui a lavarme las manos (éste, dicho sea de paso, es el momento en que se ven toda clase de cuestiones con la mayor lucidez). Pero en esta ocasión lo que me dio la respuesta fue mi imagen en el espejo. ¡Había olvidado quitar de mi nariz el cuadradito de papel blanco¡ Durante dos horas, había discutido cuestiones del carácter más trascendental en el tono de voz más preciso, objetivo y grave, sin darme cuenta del desconcertante adorno de mi nariz. ¿Qué cínico habría podido representar conscientemente este papel hasta el fin?

TOMADO DE “LA VIDA SECRETA DE SALVADOR DALI”

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