Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

YO


Nada que temer, Julian Barnes, p. 163

A lo largo de la vida construimos y logramos un carácter único, con el cual esperamos que nos dejen morir.

Pero los investigadores que han penetrado en nuestros secretos cerebrales, que lo presentan todo en colores vivos, que siguen las pulsaciones del pensamiento y la emoción, nos dicen que no hay nadie en casa. No hay fantasma en la máquina. El cerebro, según un neuropsicólogo, es más o menos «un pedazo de carne» (no lo que yo llamo carne, pero es que no soy muy fiable hablando de despojos). Yo, o incluso yo, no produzco pensamientos; los pensamientos me producen a mí. Los que trazan mapas del cerebro, por mucho que escruten y escudriñen, sólo pueden llegar a la conclusión de que «no hay "materia del yo" que detectar». Así que nuestro concepto de un ego persistente, o de uno mismo, o de yo o yo -y mucho menos uno localizable- es otra de las ilusiones con que vivimos. La que mejor reemplaza a la teoría del ego -a la cual hemos sobrevivido tanto tiempo y tan naturalmente- es la teoría del haz. La idea del capitán del submarino cerebral, el organizador a cargo de los sucesos de su vida, debe rendirse ante la idea de que somos una mera secuencia de sucesos, enlazados por determinadas conexiones causales. Por decirlo en una fórmula definitiva y desalentadora (aunque literaria): ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.


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