Nada que temer, Julian Barnes, p. 163
A lo largo de la vida construimos
y logramos un carácter único, con el cual esperamos que nos dejen morir.
Pero los investigadores que han
penetrado en nuestros secretos cerebrales, que lo presentan todo en colores
vivos, que siguen las pulsaciones del pensamiento y la emoción, nos dicen que
no hay nadie en casa. No hay fantasma en la máquina. El cerebro, según un
neuropsicólogo, es más o menos «un pedazo de carne» (no lo que yo llamo carne, pero
es que no soy muy fiable hablando de despojos). Yo, o incluso yo, no produzco
pensamientos; los pensamientos me producen a mí. Los que trazan mapas del
cerebro, por mucho que escruten y escudriñen, sólo pueden llegar a la conclusión
de que «no hay "materia del yo" que detectar». Así que nuestro
concepto de un ego persistente, o de uno mismo, o de yo o yo -y mucho menos uno
localizable- es otra de las ilusiones con que vivimos. La que mejor reemplaza a
la teoría del ego -a la cual hemos sobrevivido tanto tiempo y tan naturalmente-
es la teoría del haz. La idea del capitán del submarino cerebral, el
organizador a cargo de los sucesos de su vida, debe rendirse ante la idea de
que somos una mera secuencia de sucesos, enlazados por determinadas conexiones
causales. Por decirlo en una fórmula definitiva y desalentadora (aunque
literaria): ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en
la gramática.
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