Nela 1976, Juan Trejo, p. 94
En los años setenta, Barcelona
representaba una esperanza para el resto de España. O, si se prefiere, representaba
el atisbo de una posibilidad. La capital catalana, a pesar de ser mucho más
pequeña, menos poblada y, sin lugar a dudas, infinitamente menos relevante en
el aspecto político que Madrid, se había convertido en la ciudad española más
pujante, más llamativa; sobre todo para los jóvenes con inquietudes.
Por una parte, un considerable
número de integrantes de la burguesía de la ciudad, nacidos entre finales de
los años cuarenta y principios de los cincuenta, sin renegar por completo del
capital o del vínculo familiar, estaban dando un giro hacia un enfoque
ideológico alejado del de sus predecesores, más acorde con su condición de
jóvenes formados intelectualmente según las
tendencias en boga en Europa o Estados Unidos, donde algunos de ellos
estudiaron o habían estado de vacaciones. Jóvenes capaces y emprendedores, amantes
del hedonismo y de la cultura, que llamaban la atención desde hacía tiempo
entre la gente más avezada del país por disfrutar de lo que parecía, al menos
desde la distancia, un considerable margen de maniobra tanto en el ámbito
creativo como social. A los integrantes de ese grupo de fronteras más o menos difusas
se les iba a conocer poco después como la gauche divine.
Por otra parte, Barcelona, o como
mínimo ciertas zonas de la ciudad, tenía asociada desde principios de siglo XX
la etiqueta de ser una ciudad más bien tolerante con todo tipo de vicios e
incluso prácticas sexuales. De hecho, el Barrio Chino, herencia del pasado portuario
de la ciudad, era conocido en Europa como un territorio casi autónomo en el que
eran bien acogidos no solo los parias y los delincuentes, sino también los bohemios
y los estetas de gustos menos convencionales.
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