PRÓLOGO
Cuando lo sacó, la visión me
noqueó como si no llevara toda la mañana sabiendo que allí habría un pene y que
el pene sería desenmascarado, entregado a mí en bandeja. Lo más previsible, de
pronto, era lo más inesperado. Así sucede con los penes y con la muerte.
Lo observé como aprendí a mirar
todo lo feo: con cariño. Lo que amaba me bastaba con oírlo, pero lo repulsivo
tenía que mirarlo para suprimir el rechazo y convertirlo en afecto. Ante mí, un
animal sin ojos, morado y hierático, respirando.
No se parecía al pene que yo
esperaba porque tenía doce años y nunca había visto uno. Era oscuro, oscura su
vida propia, sus movimientos espasmódicos y tanteantes, propios de quien es
ciego, aunque tampoco había visto nunca a un ciego.
Se mantuvo así, de pie e
hinchado, y me pareció ver que el animal sin ojos palpitaba. Recuerdo evocar, para
bloquear la imagen presente, el pene pequeño de mi hermano.
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