Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

JAMESIANA


Nada que temer, Julian Barnes, p. 161

Wharton consideraba la vida una tragedia -o como mínimo una comedia sombría- con un final trágico. O, a veces, sólo un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él Turguéniev, creía que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)

Tampoco seducía a Wharton la idea de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original. Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos encorvamos sobre nuestra -para nosotros- vida siempre fascinante. Mi amigo M., que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.

Un día, una amiga biógrafa me propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyó satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor debería decir: «Escribió libros y después murió.»


MORIR


Nada que temer, Julian Barnes,p. 137

La muerte y la forma de morir generan todo un cuestionario de preferencias similares. Para empezar, ¿preferirías saber que te estás muriendo o no? ¿Preferirías mirar o no mirar? A los treinta y ocho años, Jules Renard escribió: «Por favor, Dios, ¡no me hagas morir demasiado rápido! No me importaría ver cómo me muero.» Escribió esto el 24 de enero de 1902, en el segundo aniversario del día en que había viajado de París a Chitry para enterrar a su hermano Maurice: un funcionario de obras públicas que se quejaba del sistema de calefacción central, transformado, en cuestión de unos pocos minutos de silencio, en un cadáver con la cabeza recostada sobre una guía telefónica de París. Un siglo después, pidieron al historiador de la medicina Roy Porter que reflexionara sobre la muerte: «Verá, creo que sería interesante estar consciente a la hora de la muerte, porque debes de experimentar cambios de lo más extraordinarios. Pensar, me estoy muriendo ... Creo que me gustaría ser plenamente consciente en ese momento. Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Esta curiosidad terminal constituye una hermosa tradición. En 1777, el fisiólogo suizo Albrecht von Haller fue atendido en su lecho de muerte por un colega médico. Haller supervisó su propio pulso a medida que se debilitaba, y murió fiel a su carácter con estas últimas palabras: «Amigo mío, la arteria ya no late.» El año anterior, Voltaire también se había vigilado el pulso hasta el momento en que movió la cabeza lentamente y, unos minutos después, murió. Una muerte admirable -sin ningún cura a la vista-, digna del catálogo de Montaigne. Empero, no impresionó a todo el mundo; Mozart, a la sazón en París, escribió a su padre: «Probablemente sabrás que el ateo y granuja redomado Voltaire ha muerto como un perro, como un animal ..., ¡ya tiene su recompensa!» Como un perro, en efecto.


JULIAN BARNES


Nada que temer, Julian Barnes, p. 156

Cuando yo era «sólo» un lector, creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo particular corno lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente, más sensibles -y también menos vanidosos y egoístas- que las demás personas. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse corno si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida privada?

«Ni un ápice más sabios por ser filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a Russell.


SINDROME DE STENDHAL


Nada que temer, Julian Barnes, p. 95

Y ahora llega a Florencia por primera vez. Procede de Bolonia: el carruaje cruza los Apeninos y comienza el descenso hacia la ciudad. «El corazón me brincaba como un loco. ¡Qué emoción más absolutamente infantil!» Cuando la carretera gira, se avista la catedral, con la famosa cúpula de Brunelleschi. En la entrada de la ciudad, abandona el carruaje -y su equipaje- para entrar en Florencia a pie, como un peregrino. Llega a la iglesia de Santa Croce. Allí están las tumbas de Miguel Ángel y Galileo; cerca está el busto de Alfieri esculpido por Canova. Piensa en otros grandes toscanos: Dante, Boccaccio, Petrarca. «La marea de emoción que me abrumaba fluía tan adentro que apenas se distinguía de la veneración religiosa.» Pide a un fraile que le abra la capilla Niccolini y que le deje ver los frescos. Se sienta «en el travesaño de un reclinatorio, con la cabeza apoyada en el respaldo, para que mi mirada se demorase en el techo». La ciudad y la proximidad de sus ilustres hijos  han puesto ya a Beyle casi en un estado de rapto. Ahora está «absorto en la contemplación de sublime belleza»; alcanza «el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción.» Las cursivas son suyas.

La consecuencia física de todo esto es un desmayo. «Al salir del pórtico de Santa Croce sufrí unas violentas palpitaciones ... La fuente de la vida se secó en mi interior y caminé con un miedo constante de caerme al suelo.» Beyle (que ya era Stendhal cuando publicó este relato en Roma, Ndpoles y Florencia) pudo describir los síntomas pero no dar un nombre a su enfermedad. La posteridad, sin embargo, sí puede, puesto que la posteridad siempre sabe más. Beyle sufría, podemos decirle ahora, del síndrome de Stendhal, una afección identificada en 1979 por un psiquiatra florentino que había recopilado casi cien casos de mareo y náuseas producidos por la exposición a los tesoros artísticos de la ciudad.


Wittgenstein


Nada que temer, Julian Barnes, p. 33
Wittgenstein trabajaba de profesor en varios pueblos remotos de la baja Austria. Los lugareños le consideraban austero y excéntrico, pero entregado a sus alumnos; además, a pesar de sus propias dudas religiosas, estaba dispuesto a empezar y acabar cada día lectivo con el padrenuestro. Cuando enseñaba en Trattenbach, llevó a sus alumnos a una excursión escolar a Viena. Como la estación más cercana se encontraba en Gloggnitz, a unos veinte kilómetros, la excursión comenzó con una caminata pedagógica a través del bosque que había entre las dos localidades, y pidió a los niños que identificaran las plantas y las piedras que habían estudiado en clase. En Viena pasaron dos días haciendo lo mismo con muestras de arquitectura y tecnología. Después tomaron el tren de regreso a Gloggnitz.Cuando llegaron anochecía.  Emprendieron la caminata de veinte kilómetros. Wittgenstein, intuyendo que muchos de los alumnos estaban asustados, iba de uno a otro, diciendo en voz baja: "i Tienes miedo? Pues entonces sólo tienes que pensar en Dios.» Estaban, literalmente, en un bosque oscuro. ¡Vamos, cree! No pierdes nada. Y así era, en teoría. Un Dios inexistente al menos te protegerá de los inexistentes elfos, duendecillos y demonios del bosque, aunque no de los lobos y osos (y leonas) existentes.

Un experto en Wittgenstein señala que aunque el filósofo no era "una persona religiosa», había en él, "en cierto sentido, la posibilidad de religión»; pero su idea de ella era menos la creencia en un creador que un sentimiento de pecado y un deseo de juicio. Pensaba que «la vida puede enseñarte a creer en Dios»: es una de sus últimas notas. También se imaginaba respondiendo a la pregunta de si sobreviviría o no a la muerte, y contestaba que no podía decirlo: no por las razones que tú o yo podríamos aducir, sino porque «no tengo una idea clara de lo que estoy diciendo cuando digo "No dejo de existir"». No creo que muchos de nosotros lo sepamos, salvo los fundamentalistas y los que se inmolan esperando recompensas muy concretas. No obstante, seguramente está más a nuestro alcance entender lo que esto significa que lo que podría dar a entender.


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