Nada que temer, Julian Barnes, p. 164
Stravinski fue a ver el cadáver
de Ravel antes de que lo metieran en el féretro. Yacía sobre una mesa cubierta
con una tela negra. Todo era blanco y negro: traje negro, guantes blancos,
turbante blanco del hospital todavía alrededor de la cabeza, arrugas negras en
una cara muy pálida que tenía «una expresión de gran majestad». Y ahí terminaba
la grandeza de la muerte. «Fui al entierro», rememoraba Stravinski. «Son una
experiencia lúgubre estos entierros civiles en que todo está prohibido fuera
del protocolo.» Fue en París, en 1937. Cuando a Stravinski le llegó su turno, treinta
y cuatro años después, transportaron su cuerpo por avión desde Nueva York a
Roma y de allí lo llevaron en un vehículo a Venecia, donde colocaron por todas partes
proclamas negras y violetas: LA CIUDAD DE VENECIA RINDE HOMENAJE A LOS RESTOS
DEL GRAN MÚSICO IGOR STRAVINSKI, QUE EN UN GESTO EXQUISITO DE AMISTAD PIDIÓ QUE
LE SEPULTARAN EN LA CIUDAD QUE AMABA POR ENCIMA DE TODAS. El archimandrita de
Venecia ofició el servicio funerario ortodoxo griego en la iglesia de San
Giovanni e Paolo, y después el ataúd pasó, llevado en andas, por delante de la
estatua de Colleoni y cuatro gondoleros lo transportaron en una góndola
funeraria a la isla cementerio de San Michele. Allí el archimandrita y la viuda
de Stravinski arrojaron puñados de tierra sobre el féretro cuando lo bajaban al
panteón. Francis Steegmuller, el gran estudioso de Flaubert, siguió las
ceremonias de aquel día. Dijo que cuando el cortejo avanzaba desde la iglesia
al canal, con los venecianos asomados a todas las ventanas, la escena se
parecía a «un desfile de Carpaccio». Más, mucho más que el protocolo.