Llamo a Ramón, mi criado, y le
pido que me ayude a salir, y me abrazo a él, que me envuelve en una toalla y me
habla en voz baja, repitiendo muchas veces las mismas palabras como si quisiera
hipnotizarme. Las gotas de agua se quedan en el mármol del suelo, junto a la bañera, como
los restos de una belleza destruida.
Antes, cuando
mi hijo traía a Roberto para que pasara con nosotros las tardes de domingo,
encontraba en sus ojos infantiles destellos de esa belleza. Pensaba que dentro
de él crecían los colores que luego habrían de perseguirlo para siempre. Mi propia
mirada descubría las fuentes en las que bebía: el sol dibujando una telaraña en
el jardín, el libro de los animales, las colecciones de cromos, la caja de
metal en la que Eva guardaba golosinas
que extraía con su mano deforme por la artrosis, pero que a Roberto le parecía
la de un mago, el cajón de las viejas
fotografías. A veces, cuando lo sentía extasiado en mis brazos, deseaba su
felicidad, su muerte.
Ramón me coge
del brazo y me conduce a lo largo del pasillo
desde el salón donde he permanecido oyendo la radio, hasta mi cuarto. Se pone
del lado derecho. Siempre es así. Avanzamos juntos por el pasillo, él
flanqueándome el lado derecho.
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