De Providence, de Juan Francisco Ferré, p. 380-381
Sabe que soy director de cine y me ha visto muchas veces usando la cámara en los aledaños de la casa. A pesar del riesgo de incurrir en un delito, no puedo evitar que la cámara decida por mí y la filmo. Recurriendo al zoom vuelvo palpitantes algunos detalles morfológicos que la distancia disminuye y a los que ella también quiere realzar ante mis ojos con la mímica de sus posturas y gestos, una técnica de exhibición aprendida en las revistas que devora como todas las de su especie buscando modelos de éxito con los que identificarse y triunfar en la vida. Un día de éstos me creará un problema serio, se presentará en casa con intenciones definidas por la subcultura adolescente a la que pertenece y tendré que echarla y arriesgarme a que le cuente a su madre las patrañas que quiera. No es que no sea una criatura deseable, pero la madre, invirtiendo el tópico instaurado por Nabokov y adulterado después por Kubrick, me gusta mucho más, a pesar de que e] parecido entre las dos las convierta en réplicas de la misma mujer a distintas edades. La madre de Cindy se llama Roxanne y su madurez me resulta encantadora e incitante. No pocas veces he estado tentado de hacerle algún avance cuando nos hemos saludado en la calle o, como me sabe soltero y torpe, cuando ha venido a traerme algún plato especial cocinado por ella. Pero está casada con Pete, un ceñudo jefe de policía que vigila a la madre y a la hija como si fueran Port Knox y su sagrada reserva de oro nacional. Me imagino enemistándome con mi vecino por culpa de cualquiera de sus dos mujeres y tiempo después, por mucho que Samantha Miller, mi amiga policía, tratara de ayudarme, enfrentándome indefenso como un terrorista sexual a las implacables leyes y jurados de este país. Sólo de pensar en ese escenario judicial, me entra un sudor frío que me ayuda a apartar el objetivo de inmediato de la codiciada presa de tantas perversas fantasías masculinas, la colegiala corrupta, creada en respuesta a los ambiguos deseos del adulto de recuperar una imagen consumible de la inocencia para luego destruirla sin remisión. Y más en un contexto social cada vez menos tolerante con esa clase de patologías individuales. Así acaba mi ficción edénica, me sentía próximo al paraíso de los sentidos, aunque fuera como un fantasma infiltrado sin permiso, hasta que me veo obligado a abandonarlo a la fuerza. La historia de mi vida.
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