JAMES JOYCE, UNA SEPARACION
James Joyce nació el mismo año que Virginia Wolf, 1882, y murió el mismo año que ella, 1941. En aquel año de su nacimiento concluía, al decir de los historiadores, el primer período creador, 1876.1881, de quien durante años sería considerado, en el seno de la literatura inglesa, como el Shakespeare de la novela. Y ese primer período se viene a cerrar, precisamente, con su máxima realización, The Portait of a Lady, la novela que quiso dar forma final –entiéndase, dentro de un género que no tuvo necesidad hasta entonces de abandonar cierto clasicismo- a todos los intrincados esfuerzos que desde la Ilustración la literatura europea llevó a cabo para dar con una forma literaria total –suma de todos los problemas y vicisitudes del hombre del siglo, compendio de toda su civilización y la mejor medicina contra el temor al Irracional que algunos imprudentes se afanaban todavía en sacar a relucir- que el ciudadano culto europeo sentía que estaba a punto de tener en las manos gracias al titánico trabajo de Tolstoi y Flaubert. […] La separación entre vida y arte volvió a cobrar –con Bouvard et Péuchet, con The Bostonians (por no hablar de The Wings of the Dover), con Conrad, con Stevenson- una envergadura como no había tenido desde principios de siglo, apremiado el novelista de volver a marcar las distancias –haciendo caso omiso del esfuerzo de sus predecesores por reducirlas- y a fin de encontrar aquel espacio of my own, requisito indispensable para todo tratamiento lúcido y crítico de la cultura (Me pregunto si lo que está ocurriendo en la literatura castellana en esta última época no obedece a una tendencia del mismo signo: no tanto el repudio de una cultura de gran participación social , como la búsqueda del espacio específico del quehacer artístico). Pero aquella tensión interna que zumbaba en todas las páginas de una novela en proceso de distanciamiento –y tal era el caso de lo simbolistas franceses y americanos, del último James, de personajes tan dispares y distantes como Wilde y Conrad- no tuvo necesidad de romper los moldes explícitos de la narración clásica para lograr una cabal representación de su porfía”
Te quiero más que a la salvación de mi alma
BENETIANA
Uno llega a pensar a veces que lo sabe casi todo; pero no. Uno lo ignoraba todo sobre una gran mujer; y sus bromas con Don Juan:
OBITUARIO
Gabriela Sánchez Ferlosio, traductora
Nacida en el seno de una familia de escritores y rodeada, por lazos amistosos de otros, debió su nombre a uno de los tres arcángeles, que la mitología de su padre, Rafael Sánchez Mazas, llevó hasta las pilas bautismales de sus tres primeros hijos. En las antípodas políticas de su progenitor, la juventud de Gabriela transcurrió entre conspiraciones antifranquistas, y esa democrática beligerancia, nunca la abandonó. Su curiosidad intelectual la llevó a efectuar traducciones del italiano (es de recordar una historia monumental de la Florencia renacentista) y a verter al español a narradores italianos de la categoría de Italo Calvino. Fue también librera y en su establecimiento formó a jóvenes y cultos profesionales, como el desaparecido Eduardo Naval. Hoy son míticas sus funciones de teatro, en casas de amigos, donde formaba elenco con Juan Benet, Juan Garcia Hortelano, Natacha Seseña, Jaime Salinas o Vicente Molina Foix, en piezas paródicas de los intensos estilos de Strindberg , Dreyer o Bergman. Hermana de hombres tan creativos como Miguel Sánchez Mazas y Rafael y Chicho Sánchez Ferlosio, estuvo casada con Javier Pradera del que nacieron dos hijos, Máximo y Alejandro. A estos últimos y a su nieto Juan, nuestro pésame.
Copiado de El País el domingo 17 de febrero
OBITUARIO
Gabriela Sánchez Ferlosio, traductora
Nacida en el seno de una familia de escritores y rodeada, por lazos amistosos de otros, debió su nombre a uno de los tres arcángeles, que la mitología de su padre, Rafael Sánchez Mazas, llevó hasta las pilas bautismales de sus tres primeros hijos. En las antípodas políticas de su progenitor, la juventud de Gabriela transcurrió entre conspiraciones antifranquistas, y esa democrática beligerancia, nunca la abandonó. Su curiosidad intelectual la llevó a efectuar traducciones del italiano (es de recordar una historia monumental de la Florencia renacentista) y a verter al español a narradores italianos de la categoría de Italo Calvino. Fue también librera y en su establecimiento formó a jóvenes y cultos profesionales, como el desaparecido Eduardo Naval. Hoy son míticas sus funciones de teatro, en casas de amigos, donde formaba elenco con Juan Benet, Juan Garcia Hortelano, Natacha Seseña, Jaime Salinas o Vicente Molina Foix, en piezas paródicas de los intensos estilos de Strindberg , Dreyer o Bergman. Hermana de hombres tan creativos como Miguel Sánchez Mazas y Rafael y Chicho Sánchez Ferlosio, estuvo casada con Javier Pradera del que nacieron dos hijos, Máximo y Alejandro. A estos últimos y a su nieto Juan, nuestro pésame.
Copiado de El País el domingo 17 de febrero
PARA RAMIRO, CON AMOR, DESDE EL PUENTE DE PIEDRA
PARA RAMIRO, CON AMOR, DESDE EL PUENTE DE PIEDRA
É o que desexaba escribir, a obra coa que levaba soñando moito tempo. Quería un libro
con bo galego, que puidese servir como modelo de prosa clara, sinxela, transparente.
Que estivese cheo de vida e fixese á vez chorar e rir. Cando escribo agora é para facer
obras canónicas na literatura galega. Contra o que pareza, o que digo é humilde. Arranxemos a prosa, escribamos ben, limpo... son cousas modestas. Se consigo levar a bo porto unha obra de 800 páxinas que se lea creo que fixen algo importante.
(...) Hai unha aposta decisiva por un modelo de prosa, desenvolvido ao longo dun
proceso longuísimo de elaboración. E iso esixía tamén definir un modelo de lingua que se foi perfeccionando, que se foi depurando co paso do tempo.
O que eu chamo a prosa invisíbel. Unha prosa que fuxa tanto do exceso de grandilocuencia, chea de frases que se perden e que carecen de sentido, coma da ausencia total de estilo que vemos en moitos narradores actuais. Unha prosa que se lea ben e na que o sentido corra con naturalidade. Como literato, xa dende rapaz, o meu máximo anceio foi sempre ampliar e mellorar a paisaxe literaria galega.
EL VIEJO NUEVA YORK DE HJ
De Un chiquillo y otros, HJames
Me "percaté" de la calle Catorce por vez primera a edad bien temprana, y recuerdo perfectamente la emoción de aquella experiencia iniciática, que no consistió en otra cosa que en una visita con mi padre a una casa allí situada, perteneciente a una manzana un tanto envejecida del lado sur, muy cerca de la Sexta Avenida. Era mi aprobación a esta casa "nuestra", recién comprada, lo que mi padre requería de mí, colmando una vez más, en fin, la medida de mi pequeña adhesión. Di mi aprobación total, como si hubiera podido prever que el lugar iba a convertírseme, mucho tiempo después, en una especie de fondeadero del espíritu, por lo mismo que entonces llegó a fascinar mis ojos: pues fue allí donde por vez primera me quedé boquiabierto ante el proceso de "decorar". Vi a hombres simpáticos con gorrillos ingeniosamente hechos de papel plegado (¿qué habrá sido, en la ciudad rugiente, de esas extrañas insignias de los oficios manuales?), subidos en andamios y llenando moldes de escayola; en concreto, los vi pegar en la pared largas tiras de papel granulado amarillento, y recuerdo claramente que el grano y el dibujo (pues había un dibujo desde la altura de la cintura hasta el suelo, una complicación de dragones y esfinges y volutas y otras fiorituras) me parecieron algo asombroso y suntuoso. Daría cualquier cosa, insisto, por recuperar su perdido secreto, por ver en qué consistía realmente: tan interesante de rastrear (y, a veces, tan difícil de creer, en una comunidad que se conozca) resulta la aventura estética general, los peligros y engaños, los accidentes poco menos que fatales, los mortales achaques a los que el gusto ha sobrevivido sin perder la sonrisa, y después de los cuales es posible aún que la voluble criatura nos mire a la cara.
En nuestro barrio debían de abundar, en aquellos años, los peores síntomas, aunque no fuese más que como groseros caprichos. La era de la "piedra rojiza" acababa de hacer su aparición, y ese material, en formas deplorables y monstruosas, y extendido por todos los espacios libres y solares disponibles, abundantes entonces entre la Quinta y Sexta Avenidas, ofendía cada vez más la vista. Era como si nosotros viniésemos de un mundo de armonías más apacibles, el mundo de Washington Square y alrededores, tan decente en su dignidad, tan poco pretencioso por instinto. Incluso allí, que yo recuerde, había manchas de abandono, como el insulso vacío que se extendía en dirección oeste desde las dos casas que formaban la esquina con la Quinta Avenida hasta la de nuestro abuelo, la casa de nuestro abuelo de Nueva York, que él mismo había construido, con gran acierto, no hacía tanto tiempo, y a la que, en verdad, no le quedaba mucho para verse rodeada de elementos sólidos, pero mucho menos gratos. El espacio central conservaba todavía el antiguo nombre de Plaza de Armas, y las viejas empalizadas de madera, que eran tenidas entonces por lo más apropiado para los centros de las plazas (la imagen entera parece infinitamente lejana) resultaban, incluso para mis inocentes ojos infantiles, rústicas y groseras. Union Square, en la cresta de la avenida (o lo que entonces, en la práctica, pasaba por ser la cresta), estaba rodeada, con mejor gusto, por una verja de hierro y contaba con los adornos adicionales de una fuente y un guardia entrado en años y con aspecto de aficionado, terrorífico para los de mi edad en virtud de su estrella y su vara. Menor elegancia atribuyo a la Plaza de Armas, a la que acudíamos para solazarnos a la salida del parvulario cercano, y donde jamás arma alguna hizo acto de presencia para estorbar nuestras propias evoluciones; aunque la impronta del oficio se hacía sentir, porque lo que mejor recuerdo en relación al lugar es la sensación y el olor de un otoño perpetuo, con el suelo cubierto por una capa tan espesa de hojas y ramitas del ya hace tiempo difunto ailanto que la mayoría de nuestros movimientos se reducían a levantarla a patadas (el tufo dulzón de la planta impregnaba el aire), mientras los pequeños hacían cabriolas, como jinetes espoleando sus corceles. Había chicos mayores, y más audaces, a los que esta vegetación, u otra que se me escapa, proporcionaba largas vainas negras, como judías, que ellos encendían y fumaban, ante la mirada atónita de los más pequeños... Por lo que respecta al pequeño del que mejor puedo hablar, lo veo abrirse paso entre los desechos de todo un veranillo de San Martín, fascinado por el proceso de aventar las hojas a patadas y el gozo de sus incursiones solitarias por una ruta en la que estos lugares y otros situados un poco más al norte llegan a confundirse gratamente. Éstos eran los placeres domésticos del barrio elegante, que tenían su contrapartida, y más, ya cerca de la casa de la calle Catorce, en los chopos, los cerdos, los pollos y las dos o tres "casas irlandesas" (sin contar una estupenda casa holandesa que se alzaba entonces como escondida entre jardines y arboledas)... Una extensión de territorio todavía visible a simple vista por esa confortable condición marginal y esa dispersión de poblamiento a cuya falta, en general, deben las vistas de Nueva York su falta de "estilo".
BENET Y HORTELANO
Copiado y pegado del Babelia del 16 de febrero de 2008, un pequeño homenaje de JB a JGH
"Eso le hacía feliz, la ausencia de envidia. Antonio Martínez Sarrión, a quien El Horte bautizó como El Moderno, lo recuerda en una de aquellas cenas o tertulias, con Juan Benet, que durante más de veinte años fue su compañero fiel, de juergas y de tenidas, imaginando cómo sería la recepción en la boda de Jesús Aguirre con la duquesa de Alba. Aguirre era un gran amigo de todos ellos, quisieron envolverle primero con la princesa Irene, a la que le gustaba mucho la música, como a su hermana Sofía, pero luego llegaron a la conclusión de que debían apoyar un acercamiento a Cayetana. Los dos Juanes, con la complicidad de otros tertulianos, habían organizado la rumorología sobre ese famoso matrimonio a través de una supuesta sociedad, Rumor Corporation, que dejó de existir cuando ya tuvo efecto el matrimonio (y pusieron un anuncio en EL PAÍS, cumplido su objeto social, Rumor Corporation deja de existir). Y aquella noche especulaban sobre quién habría de ir a la boda; allí estaban Pradera, Marías, Chamorro... Benet estimaba que seguramente él sería convidado, por su prestancia aristocrática, e idearon un modo de hacerle hueco a Hortelano para que acudiera a la ceremonia. A Benet se le ocurrió que el otro Juan podía ir como chófer de alto copete, vestido como era debido, con su gorra de plato, y abriéndole con toda pompa la puerta de atrás al aristocrático pasajero. Lo ensayaron en la calle, durante horas, como si estuvieran preparando una película.Era tiempo de alcohol y de risas. Y de amistad. Cuando murió Hortelano, el 3 de abril de 1992, a los 64 años, aquel gigantón que lo quería de chófer en la boda de Aguirre lloró en silencio en medio de la ruina sentimental de todos los que se sintieron como él, huérfanos de un tipo que para unos fue hermano mayor y que para otros fue un padre. De aquel tiempo viene esa expresión de Ángel González ("se me adelgaza el futuro"), que el poeta dijo mientras pensaba cómo se iba diezmando el grupo de sus compañeros. Y Hortelano no fue sólo amigo en la alta madrugada de los gin tonics y los whiskys, sino que fue funcionario como él en el Ministerio de Obras Públicas. Coincidieron en los tiempos del general Jorge Vigón, que de manera magistral trasladó a novela (Bella en las tinieblas) Manuel de Lope; a Vigón fueron Ángel y Juan con una petición insólita: que ayudara a los huelguistas de Asturias. A nadie le extrañaba que los dos mostraran esa gallardía; Ángel fue quien guardó a Jorge Semprún en su casa, cuando Semprún organizaba en la clandestinidad la acción comunista, y Juan salió de la guerra al rojo vivo, fue comunista, y hasta el final de sus días (se ve en los artículos que Lluís Izquierdo ha preparado para la edición que ahora publica Lumen) fue un hombre radical de izquierdas. [...]Se fue con las ganas de volar en globo; pudo haberlo hecho en Alburquerque (Nuevo México) cuando fue a visitar a Ángel González, pero Benet prefirió la tierra firme. Manuel Vicent fue testigo de algunos de esos viajes: "La sensación era que Hortelano era el escudero de Benet. Era irónico, y aunque nunca le llevaba la contraria, al final de las parrafadas verticales de Benet sobre cualquier loma del jurásico, siempre hacía un comentario apaisado, lleno de sentido común, con un punto de burla"."
"Eso le hacía feliz, la ausencia de envidia. Antonio Martínez Sarrión, a quien El Horte bautizó como El Moderno, lo recuerda en una de aquellas cenas o tertulias, con Juan Benet, que durante más de veinte años fue su compañero fiel, de juergas y de tenidas, imaginando cómo sería la recepción en la boda de Jesús Aguirre con la duquesa de Alba. Aguirre era un gran amigo de todos ellos, quisieron envolverle primero con la princesa Irene, a la que le gustaba mucho la música, como a su hermana Sofía, pero luego llegaron a la conclusión de que debían apoyar un acercamiento a Cayetana. Los dos Juanes, con la complicidad de otros tertulianos, habían organizado la rumorología sobre ese famoso matrimonio a través de una supuesta sociedad, Rumor Corporation, que dejó de existir cuando ya tuvo efecto el matrimonio (y pusieron un anuncio en EL PAÍS, cumplido su objeto social, Rumor Corporation deja de existir). Y aquella noche especulaban sobre quién habría de ir a la boda; allí estaban Pradera, Marías, Chamorro... Benet estimaba que seguramente él sería convidado, por su prestancia aristocrática, e idearon un modo de hacerle hueco a Hortelano para que acudiera a la ceremonia. A Benet se le ocurrió que el otro Juan podía ir como chófer de alto copete, vestido como era debido, con su gorra de plato, y abriéndole con toda pompa la puerta de atrás al aristocrático pasajero. Lo ensayaron en la calle, durante horas, como si estuvieran preparando una película.Era tiempo de alcohol y de risas. Y de amistad. Cuando murió Hortelano, el 3 de abril de 1992, a los 64 años, aquel gigantón que lo quería de chófer en la boda de Aguirre lloró en silencio en medio de la ruina sentimental de todos los que se sintieron como él, huérfanos de un tipo que para unos fue hermano mayor y que para otros fue un padre. De aquel tiempo viene esa expresión de Ángel González ("se me adelgaza el futuro"), que el poeta dijo mientras pensaba cómo se iba diezmando el grupo de sus compañeros. Y Hortelano no fue sólo amigo en la alta madrugada de los gin tonics y los whiskys, sino que fue funcionario como él en el Ministerio de Obras Públicas. Coincidieron en los tiempos del general Jorge Vigón, que de manera magistral trasladó a novela (Bella en las tinieblas) Manuel de Lope; a Vigón fueron Ángel y Juan con una petición insólita: que ayudara a los huelguistas de Asturias. A nadie le extrañaba que los dos mostraran esa gallardía; Ángel fue quien guardó a Jorge Semprún en su casa, cuando Semprún organizaba en la clandestinidad la acción comunista, y Juan salió de la guerra al rojo vivo, fue comunista, y hasta el final de sus días (se ve en los artículos que Lluís Izquierdo ha preparado para la edición que ahora publica Lumen) fue un hombre radical de izquierdas. [...]Se fue con las ganas de volar en globo; pudo haberlo hecho en Alburquerque (Nuevo México) cuando fue a visitar a Ángel González, pero Benet prefirió la tierra firme. Manuel Vicent fue testigo de algunos de esos viajes: "La sensación era que Hortelano era el escudero de Benet. Era irónico, y aunque nunca le llevaba la contraria, al final de las parrafadas verticales de Benet sobre cualquier loma del jurásico, siempre hacía un comentario apaisado, lleno de sentido común, con un punto de burla"."
ANAGLIFOS
Los anaglifos son pequeños poemas divertidos de esos españoles presurrealistas de la Residencia de Estudiantes. Repetían palabra, tenían que incorporar la palabra gallina y se salía por donde se quisiera. Pepín Bello le mandaba algunos a su amigo Ignacio Sánchez Mejías: "El pin, el pan, el pun, la gallina y el comandante". Eran españoles de la risa, de la alegría sin canciones, sin himnos, que pasaban de los lieder de Wagner a la voz de Manuel Torres. El llanto no tardaría en llegar. Ni por ésas, el soltero profesional, el bueno de Pepín, perdió su sentido del humor, sus ganas de jugar ni su pulcra modestia.El AVE llegaba a Barcelona y en Madrid se recordaba a Pepín entre amigos. Les gustaba viajar en tren, incluso imaginar que viajaban en trenes inventados. Afición que siguió hasta los años de amistad con Juan Benet en los que, como niños muy serios, se disponían al viaje a ninguna parte, pero con revisor.
INCIPIT 176. RELATO SOÑADO / ARTHUR SCHITZLER
1
«Veinticuatro esclavos morenos remaban en la espléndida galera que llevaba al príncipe Amgiad al palacio del Califa. El príncipe, sin embargo, envuelto en su manto de púrpura, estaba echado en cubierta bajo el cielo de la noche, de un azul oscuro y tachonado de estrellas, y su mirada...»
Hasta entonces la pequeña había leído en voz alta; ahora, casi de pronto, se le cerraron los ojos. Sus padres se miraron sonriendo, Fridolin se inclinó sobre ella, le besó el rubio cabello y cerró el libro, que descansaba sobre la mesa todavía por recoger. La niña pareció haber sido sorprendida en falta.
—Las nueve—dijo su padre—, es hora de irse a la cama.
Y como, ahora, también Albertine se había inclinado sobre la niña, las manos de ambos padres se encontraron sobre aquella frente querida y, con una sonrisa cariñosa, no dirigida sólo a la niña, sus miradas se cruzaron. La institutriz entró y dijo a la pequeña que diera las buenas noches a sus padres; ella se levantó obediente, ofreció su boca a padre y madre para que la besaran y, silenciosamente, se dejó
7
«Veinticuatro esclavos morenos remaban en la espléndida galera que llevaba al príncipe Amgiad al palacio del Califa. El príncipe, sin embargo, envuelto en su manto de púrpura, estaba echado en cubierta bajo el cielo de la noche, de un azul oscuro y tachonado de estrellas, y su mirada...»
Hasta entonces la pequeña había leído en voz alta; ahora, casi de pronto, se le cerraron los ojos. Sus padres se miraron sonriendo, Fridolin se inclinó sobre ella, le besó el rubio cabello y cerró el libro, que descansaba sobre la mesa todavía por recoger. La niña pareció haber sido sorprendida en falta.
—Las nueve—dijo su padre—, es hora de irse a la cama.
Y como, ahora, también Albertine se había inclinado sobre la niña, las manos de ambos padres se encontraron sobre aquella frente querida y, con una sonrisa cariñosa, no dirigida sólo a la niña, sus miradas se cruzaron. La institutriz entró y dijo a la pequeña que diera las buenas noches a sus padres; ella se levantó obediente, ofreció su boca a padre y madre para que la besaran y, silenciosamente, se dejó
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INCIPIT 174. AL PIANO / JEAN ECHENOZ
1
Dos hombres aparecen al fondo del bulevar de Courcelles, provenientes de la calle de Rome.
Uno de ellos, de estatura ligeramente superior a la media, no habla. Bajo una amplia gabardina clara y abrochada hasta el cuello, lleva un traje negro con pajarita negra, y unos pequeños gemelos montados con cuarzo-ónice resaltan sus inmaculadas muñecas. Va muy bien vestido, pero su rostro lívido, sus ojos fijos en no se sabe qué denotan un temperamento inquieto. Lleva el pelo blanco peinado hacia atrás. Tiene miedo. Morirá violentamente dentro de veintidós días pero, como no lo sabe, el miedo no le viene de ahí.
El hombre que le acompaña tiene un aspecto totalmente distinto: más joven, notoriamente menos alto, menudo, locuaz y demasiado sonriente, se toca con un sombrerillo de cuadros oscuros y beige, viste un pantalón descolorido a retazos, un jersey deforme sin nada debajo, y calza mocasines jaspeados de humedad.
9
Dos hombres aparecen al fondo del bulevar de Courcelles, provenientes de la calle de Rome.
Uno de ellos, de estatura ligeramente superior a la media, no habla. Bajo una amplia gabardina clara y abrochada hasta el cuello, lleva un traje negro con pajarita negra, y unos pequeños gemelos montados con cuarzo-ónice resaltan sus inmaculadas muñecas. Va muy bien vestido, pero su rostro lívido, sus ojos fijos en no se sabe qué denotan un temperamento inquieto. Lleva el pelo blanco peinado hacia atrás. Tiene miedo. Morirá violentamente dentro de veintidós días pero, como no lo sabe, el miedo no le viene de ahí.
El hombre que le acompaña tiene un aspecto totalmente distinto: más joven, notoriamente menos alto, menudo, locuaz y demasiado sonriente, se toca con un sombrerillo de cuadros oscuros y beige, viste un pantalón descolorido a retazos, un jersey deforme sin nada debajo, y calza mocasines jaspeados de humedad.
9
INCIPIT 173. LA BROMA / MILAN KUNDERA
Así que después de muchos años me encontré otra vez en casa. Estaba en la plaza principal (por la que había pasado infinidad de veces de niño, de muchacho y de joven) y no sentía emoción alguna; por el contrario, pensaba que aquella plaza llana, por encima de cuyos tejados sobresale la torre del ayuntamiento (semejante a un soldado con un antiguo casco), tiene el aspecto del patio de un cuartel y que el pasado militar de esta ciudad morava, que sirvió en tiempos de bastión contra los ataques de húngaros y turcos, había marcado en su rostro un rasgo de fealdad irrevocable.
Después de tantos años, no había nada que me atrajera hacia mi lugar de nacimiento; me dije que había perdido todo interés por él y me pareció natural: hace ya quince años que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que un par de amigos o conocidos (y aun a ésos trato de evitarlos) y a mi madre la tengo aquí enterrada en una tumba ajena, de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés era en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi ciudad natal me habían ocurrido cosas buenas y malas, como en todas las demás ciudades, pero el rencor estaba presente; había tomado conciencia de él precisamente en relación con este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido lograr, al fin de cuentas, también en Praga, pero me había empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad que se me ofrecía de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un objetivo cínico y bajo, que burlonamente me libe-
Después de tantos años, no había nada que me atrajera hacia mi lugar de nacimiento; me dije que había perdido todo interés por él y me pareció natural: hace ya quince años que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que un par de amigos o conocidos (y aun a ésos trato de evitarlos) y a mi madre la tengo aquí enterrada en una tumba ajena, de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés era en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi ciudad natal me habían ocurrido cosas buenas y malas, como en todas las demás ciudades, pero el rencor estaba presente; había tomado conciencia de él precisamente en relación con este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido lograr, al fin de cuentas, también en Praga, pero me había empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad que se me ofrecía de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un objetivo cínico y bajo, que burlonamente me libe-
INCIPIT 172. MI IDOLATRADO HIJO SISI / MIGUEL DELIBES
El establecimiento Cecilio Rubes. Materiales Higiénicos tenía en 1917 tres amplias vidrieras a la calle, iluminación eléctrica, buena calefacción y un local holgado, atiborrado de enseres sanitarios. Cecilio Rubes era en 1917 un experto negociante, lo que se dice un agudo hombre de negocios, avalado por una tradición de lustros. De niño, Cecilio Rubes no se sentía atraído por los negocios de su padre; a él le hubiese gustado alterar la tradición familiar, dedicarse a una profesión que exigiera más cerebro y más iniciativa, pero Cecilio Rubes dejó pasar los años decisivos, bien porque Cecilio Rubes no fuese lo que se dice un hombre intuitivo y audaz, bien porque el comercio de materiales higiénicos latiese en la sangre de los Rubes con una fatalidad inexorable.
A las siete de la tarde del día de Nochebuena de 1917, el establecimiento Cecilio Rubes. Materiales Higiénicos tenía las luces apagadas y los blancos enseres asumían en la penumbra —a la feble, verdosa luz de gas que a través de los tres grandes ventanales se adentraba de la calle— la incierta y rígida pasividad de un camposanto abandonado.
Al fondo del establecimiento se hallaban los despachos de la administración y en el deValentín, el contable, había luz, y en ese momento Cecilio Rubes, de pie, con los pulgares en las axilas, decía morosamente, como si le costase un esfuerzo desplazar los enormes bigotes rubios para dar paso a su voz:
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A las siete de la tarde del día de Nochebuena de 1917, el establecimiento Cecilio Rubes. Materiales Higiénicos tenía las luces apagadas y los blancos enseres asumían en la penumbra —a la feble, verdosa luz de gas que a través de los tres grandes ventanales se adentraba de la calle— la incierta y rígida pasividad de un camposanto abandonado.
Al fondo del establecimiento se hallaban los despachos de la administración y en el deValentín, el contable, había luz, y en ese momento Cecilio Rubes, de pie, con los pulgares en las axilas, decía morosamente, como si le costase un esfuerzo desplazar los enormes bigotes rubios para dar paso a su voz:
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FAULKNERIANA
Intruso en el polvo
No hizo referencia a las tinieblas sino a ese destello que «no sólo no las disipa sino que muestra su horror». Lo mismo cabía decir del saber y el destino, del trabajo cotidiano y de la fiesta. Tras el golpe frío del ocaso se había retirado a su alcoba y había apagado la luz a una hora no desacostumbrada, aunque sí la más moderada de entre sus habituales. Después de recorrer todo el perímetro de la casa alumbrándose con la lámpara de carburo, al dirigirse a su dormitorio se produjo el apagón; estando más cerca de su cuarto que de la cocina no volvió por la lámpara sino que avanzó a ciegas hasta que una presencia no luminosa (un cuerpo en la oscuridad que rompe el flujo del vacío) le detuvo a mitad del camino; con cierta precipitación alumbró un fósforo que en el seno de la oscuridad sólo denunció su propia luz, un halo glauco y tembloroso, incapaz de ensancharse por miedo a denunciar la presencia que le amedrentaba; y cuando lo alzó, a causa de una de esas transferencias que aceptan los sentidos cuando todos ellos se sienten embargados, se hicieron audibles las palabras —palabras sin vocalización, “No alumbres nada”, de unas tinieblas sin tráquea— extinguidas al mismo tiempo que la llama pero tan perceptibles por su este- la asonora —el rancio aliento transformado en mandato— como la diminuta bengala roja, incandescente durante el plazo que necesitara la audición.
Un viaje de invierno / Juan Benet, p. 100, Debolsillo, 2009
No hizo referencia a las tinieblas sino a ese destello que «no sólo no las disipa sino que muestra su horror». Lo mismo cabía decir del saber y el destino, del trabajo cotidiano y de la fiesta. Tras el golpe frío del ocaso se había retirado a su alcoba y había apagado la luz a una hora no desacostumbrada, aunque sí la más moderada de entre sus habituales. Después de recorrer todo el perímetro de la casa alumbrándose con la lámpara de carburo, al dirigirse a su dormitorio se produjo el apagón; estando más cerca de su cuarto que de la cocina no volvió por la lámpara sino que avanzó a ciegas hasta que una presencia no luminosa (un cuerpo en la oscuridad que rompe el flujo del vacío) le detuvo a mitad del camino; con cierta precipitación alumbró un fósforo que en el seno de la oscuridad sólo denunció su propia luz, un halo glauco y tembloroso, incapaz de ensancharse por miedo a denunciar la presencia que le amedrentaba; y cuando lo alzó, a causa de una de esas transferencias que aceptan los sentidos cuando todos ellos se sienten embargados, se hicieron audibles las palabras —palabras sin vocalización, “No alumbres nada”, de unas tinieblas sin tráquea— extinguidas al mismo tiempo que la llama pero tan perceptibles por su este- la asonora —el rancio aliento transformado en mandato— como la diminuta bengala roja, incandescente durante el plazo que necesitara la audición.
Un viaje de invierno / Juan Benet, p. 100, Debolsillo, 2009
EL AMOR
—Y el Amor puso en movimiento el universo. Todo lo que existe es obra suya: el Sol, la Luna, las estrellas, la Tierra con sus montañas y sus ríos, sus árboles, sus hierbas y todas sus criaturas vivas. Ahora bien, Eros tenía dos sexos y unas alas doradas, y como tenía cuatro cabezas, a veces mugía como un toro o rugía como un león y, otras, silbaba como una serpiente o balaba como un cordero; bajo el gobierno de Eros, el mundo era tan armonioso como una colmena. Los hombres vivían libres de preocupaciones y trabajos, y sólo se alimentaban de bellotas, frutos silvestres, y de la miel que goteaba de los árboles; bebían la leche de las ovejas y las cabras, nunca envejecían, y bailaban y reían mucho. La muerte no era para ellos más terrible que el sueño. Luego, el cetro de Eros pasó a manos de Urano...
El centauro / John Updike, p. 115
El centauro / John Updike, p. 115
FAULKNERIANA
UNHA INTRODUCIÓN A “O RUIDO E A FURIA”
Texto escrito por William Faulkner en 1933 e non publicado ata 1972 por James 8. Menwether en The Southern Review 8. pp 705-710.
Escribín este libro e aprendín a ler. Aprendera algo de cómo escribir con Soldiers’ Pay —como aproximarse á linguaxe, non tanto con seriedade, como o fai un ensaísta, senón cunha especie de respecto e alerta, como un se aproxima á dinamita; mesmo con ledicia, como un se aproxima ás mulleres: se cadra coas mesmas intencións secretas e faltas de escrúpulos, Mais cando rematei O ruido e ajuna descubrín que realmente hai algo ao que o termo tan gastado de arte non só pode, senón que debe, serlle aplicado. Naquel momento descubrin que pasara de largo por todas as miñas lecturas, desde Henry James a Henty ou os asasinatos dos xornais, sen facer distincións e sen dixerir nin unhas nin outras, como o faría unha cabra ou unha avelaíña. Despois d’O ruido e a furia e sen mentes de volver abrir un libro, nunha sede de reverberacións demoradas coma nas treboadas do verán, descubrin os Flauberts e os Dostoievskis e os Conrads cuxos libros lera dez anos atrás Con O ruido e a furia aprendín a ler e abandonei a lectura, xa que desde entón non volvín ler máis nada.
[…]
Nese instante crin entender por qué non recuperara aquela éxtase pnimeira, e que xamais a volveria a recuperar; que calquera novela que fose escribir no futuro escribinase sen desgana, inais tamén sen expectación e sen ledicia:
que n’O ruido e a furia deixara xa probabelmente a única cousa que en literatura me la conmover a fondo: Caddy a gabear pola pereira para contemplar pola ventá o velorio da avoa merares Quentin e Jason e Benjy e os negros ollaban cara arriba o traseiro enlamado das súas cirolas
[…]
Escribin Sartorius. Levou moito máis tempo, e o editor rexeitouna de primeiras. Pero eu funa mercando aquí e acolá durante tres anos cunha esperanza teimuda e minguante, quizais para xustificar o tempo que empregara en escribila. Esa esperanza foi morrendo aos poncos, malia non causar dor ningunha. Un día sentin coma se pechase a porta entre mm e todos os enderezos e catálogos das editorlais. Dixenme. Ágora sei escribir. Ágora podo facerme unha vasilla coma a que Uña aquel romano a carón da cama e á que lentamente lle ía gastando o bordo de tanto bicala. E así eu, que nunca tivera unha irmá e perdera fatalmente á miña filla acabada de nacer, decidín agasailarme a mm mesmo cunha rapariga fermosa e tráxica.
Texto escrito por William Faulkner en 1933 e non publicado ata 1972 por James 8. Menwether en The Southern Review 8. pp 705-710.
Escribín este libro e aprendín a ler. Aprendera algo de cómo escribir con Soldiers’ Pay —como aproximarse á linguaxe, non tanto con seriedade, como o fai un ensaísta, senón cunha especie de respecto e alerta, como un se aproxima á dinamita; mesmo con ledicia, como un se aproxima ás mulleres: se cadra coas mesmas intencións secretas e faltas de escrúpulos, Mais cando rematei O ruido e ajuna descubrín que realmente hai algo ao que o termo tan gastado de arte non só pode, senón que debe, serlle aplicado. Naquel momento descubrin que pasara de largo por todas as miñas lecturas, desde Henry James a Henty ou os asasinatos dos xornais, sen facer distincións e sen dixerir nin unhas nin outras, como o faría unha cabra ou unha avelaíña. Despois d’O ruido e a furia e sen mentes de volver abrir un libro, nunha sede de reverberacións demoradas coma nas treboadas do verán, descubrin os Flauberts e os Dostoievskis e os Conrads cuxos libros lera dez anos atrás Con O ruido e a furia aprendín a ler e abandonei a lectura, xa que desde entón non volvín ler máis nada.
[…]
Nese instante crin entender por qué non recuperara aquela éxtase pnimeira, e que xamais a volveria a recuperar; que calquera novela que fose escribir no futuro escribinase sen desgana, inais tamén sen expectación e sen ledicia:
que n’O ruido e a furia deixara xa probabelmente a única cousa que en literatura me la conmover a fondo: Caddy a gabear pola pereira para contemplar pola ventá o velorio da avoa merares Quentin e Jason e Benjy e os negros ollaban cara arriba o traseiro enlamado das súas cirolas
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Escribin Sartorius. Levou moito máis tempo, e o editor rexeitouna de primeiras. Pero eu funa mercando aquí e acolá durante tres anos cunha esperanza teimuda e minguante, quizais para xustificar o tempo que empregara en escribila. Esa esperanza foi morrendo aos poncos, malia non causar dor ningunha. Un día sentin coma se pechase a porta entre mm e todos os enderezos e catálogos das editorlais. Dixenme. Ágora sei escribir. Ágora podo facerme unha vasilla coma a que Uña aquel romano a carón da cama e á que lentamente lle ía gastando o bordo de tanto bicala. E así eu, que nunca tivera unha irmá e perdera fatalmente á miña filla acabada de nacer, decidín agasailarme a mm mesmo cunha rapariga fermosa e tráxica.
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