De noche, en las ciudades, lo noto, hay hombres que lloran en sueños y luego dicen Nada. No es nada. Sólo una pesadilla. O algo parecido... Desciendan en la nave del sollozo, con analizador de lágrimas y sondas de llanto, y darán con ellos. Las mujeres -ya sean esposas, amantes, musas demacradas, niñeras gordas, obsesiones, devoradoras, ex, némesis- se despiertan y, con femenina urgencia de saber, se vuelven hacia esos hombres y preguntan: «¿Qué te pasa?» Y los hombres contestan: «Nada. No es nada, de verdad. Sólo una pesadilla.»
Sólo una pesadilla. Sí, claro.
Sólo un mal sueño. O algo parecido.
Richard Tull lloraba en sueños.
La mujer que estaba a su lado, su esposa Gina, se despertó y se volvió. Se
acercó a su espalda y le puso las manos en los pálidos y tensos hombros. En sus
parpadeos, ceños y murmullos había cierto profesionalismo: como el socorrista
de la piscina, adiestrado en primeros auxilios; como la persona que cabecea
sobre el asfalto ensangrentado, un Cristo del boca a boca a horcajadas sobre la
víctima. Era mujer. De lágrimas sabía mucho más que él. No conocía las obras
juveniles de Swift, ni las seniles de Wordsworth, ni las diversas suertes que
Crésida corrió a manos de Bocaccio, Chaucer, Robert Henryson, Shakespeare; no
sabía quién era Proust. Pero sabía de lágrimas. Gina conocía perfectamente el
llanto.
-¿Qué te pasa? -preguntó.

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