Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

MADAME VERDURIN


Marcel Proust, Céleste Albaret, p. 182

Recuerdo el retrato que me hizo de madame Lemaire, que regentaba un salón muy conocido en aquellos años de la Belle Époque, y en la que se basó para crear el personaje de madame Verdurin, que también tenía un salón burgués en su libro. Vivía en la rue de Monceau, en el mismo barrio que la familia Proust. Todos los grandes nombres de la aristocracia frecuentaban su casa, pues estaba de moda tratar con artistas y allí se reunían muchos. La propia madame Lemaire era pintora.

-¡ Había que verla, Céleste! Era a la vez imponente y encantadora. Sobre todo pintaba rosas, y lo hacía con una rapidez tan extraordinaria, y en tal cantidad, que el conde de Montesquieu solía decir: «Es, después de Dios, la única que ha pintado tantas rosas». Iba siempre vestida de cualquier modo y casi sin peinar, ¡como si para ella no hubiera existido el séptimo día!

Madame Lemaire consideraba al «pequeño Marce!» casi como un hijo, como el hermano de su hija Suzette, que era muy guapa y amable, pero a la que tiranizaba de tal forma que, según Monsieur Proust, le estropeó la vida. Poseía una hermosa mansión en Seine-et-Marne, el palacio de Réveillon, donde también organizaba fiestas. Un año, monsieur Proust pasó allí dos meses maravillosos, él decía que de los más felices de su juventud, acompañado de Suzette, su amigo Reynaldo Hahn y los invitados a las recepciones.

A ella le encantaba organizarlo y dirigirlo todo. Según Monsieur Proust, cuando daba un concierto en su estudio de pintura, entre las palmas y las flores verdaderas y pintadas, a veces parecía que fuera a subirse a una silla para gritar: «¡Silencio!», y no toleraba el menor ruido, cosa que monsieur Proust aprobaba, aunque se riera del modo en que la imponía. Era también una mujer decidida Recuerdo que una noche, cuando la guerra estaba a punto de acabar, monsieur Proust me pidió que fuera a buscarla, pues había un detalle que quería verificar. Como le hice ver que era ya muy tarde, me dijo:

-No se preocupe, Céleste. Vendrá inmediatamente, ya lo verá. Estará, como siempre, sin arreglar, pero saldrá corriendo y espera encontrarse en el coche para pintarse los labios. Pero ya verá usted, a pesar de todo, ¡qué gran señora!


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