Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

VENECIA


Transbordo en Moscú, Eduardo Mendoza, p. 330

me escucharon cuando les referí cómo los huesos de san Marcos, evangelista y domador de leones, habían sido sustraídos de Alejandría y llevados de contrabando a Venecia, donde actualmente reposaban en la basílica de su nombre, si bien el león se había quedado fuera, subido a una columna, como los perros a la puerta de un supermercado; y cómo, unos siglos más tarde, los venecianos habían tratado de repetir la hazaña apoderándose de los restos de san Nicolás, muy preciados por sus ·efectos calmantes sobre las tempestades. En aquella ocasión, sin embargo, la operación quedó frustrada, porque se les adelantaron los habitantes de Bari, desde cuyo puerto aún hoy san Nicolás de Bari vela por el comercio marítimo de aquella ciudad. Para compensar la pérdida, los venecianos se habían hecho nada menos que con la cabeza de san Jorge, para la cual Palladio había diseñado la basílica de San Giorgio Maggiore. Con aquellas explicaciones los tenía resignados a las visitas y yo me entretenía, porque, una vez superada la primera impresión, Venecia siempre me ha parecido una ciudad más curiosa que bonita. Algunas iglesias y palacios poseen una innegable belleza y armonía, pero el conjunto resulta exagerado y un tanto absurdo. No hay razones convincentes, ni estratégicas ni prácticas, para levantar toda una ciudad en el agua, sobre piIones, pudiendo asentarla unos pocos kilómetros más adentro, en lugar menos insalubre y sin tanta complicación. Probablemente su planteamiento se debió al deseo de imitar la magnificencia de Constantinopla, con la que los venecianos tenían estrechos vínculos y donde, según todas las crónicas de la época, imperaba un mal gusto espantoso, hasta que en 1453los otomanos, gente refinada, la conquistaron y procedieron a destruirla sistemáticamente. Venecia se libró de la destrucción y acabó convertida en una atracción turística que, con un poco de esfuerzo, se liquida en dos o tres días, transcurridos los cuales, la ciudad rechaza y avasalla al forastero, que siente que cada rincón le recuerda la inferioridad estética de su lugar de procedencia.


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