Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE

Luz del fuego, Javier Montes, p. 68

Los poetastros y los muchachitos con inquietudes traían el futurismo, el surrealismo y otros “ismos” variados prendidos con alfileres gracias a las revistas locales y los periódicos atrasados de la capital. Nadie los tomaría muy en serio en una ciudad conservadora cuando no cazurra, y se plantarían en el salón de los Vivacqua atraidos por la presencia de tantas hermanas guapas y ricas, por la abundancia de tantos postres también muy ricos y sobre todo quizá por el confortante poquito de caso por parte de una familia con fama de respetabilidad y casa de orden.

A la larga el más brillante de los abonados al Salón Vivacqua resultó ser un oscuro estudiante de Farmacia llegado desde lo más profundo del interior de Minas: Carlos Drummond de Andrade acabó siendo el más grande poeta moderno de Brasil y uno de los mayores del siglo en cualquier lengua y lugar. Solo la barrera extrañamente infranqueable de un idioma tan parecido al nuestro como es el portugués ha impedido que ocupe también en nuestros manuales de literatura su lugar justo junto a Paz, Parra o Vallejo. Cualquier bachiller allá se sabe alguno de sus versos, reconoce a la primera su perfil paradójicamente icónico a fuerza de común y corriente, con su calva y sus gafotas y su rostro afilado, y recuerda que se negó a aceptar premios bien remunerados y candidaturas al Nobel por parte de los gobiernos de la larga dictadura militar.

Drummond sentía quizá más que ninguno de aquellos muchachitos ambiciosos el agobio de la ciudad provinciana. Era lo de siempre o casi siempre: se veían héroes de la Modernidad, vanguardistas rompedores, anunciaban eh sus tertulias el fin de las convenciones, el advenimiento de la Revolución. Pero no se privaban de la asignación semanal de los padres, la visita más o menos vergonzante a los burdeles, las ladillas y las purgaciones curadas con permanganato, el flirteo con señoritas bien en el paseo que acabase en un buen matrimonio y enlazase fortunas familiares. Muchos años más tarde, aún recordaba con una mezcla de ironía, horror y piedad la “decrepitud de la inteligencia desmentida por los nervios» de unos  muchachos desnortados “que necesitaban deseducarse, a menos que prefiriesen morir exhaustos antes de dar batalla». Hablamos de un tiempo y un lugar en que La Calavera, el “semanario humorístico académico» más atrevido de la época, lo más parecido a un proto-Playboy o Penthouse que pasaran de mano en mano hasta acabar deshojado como las rosas de las poesías de amor más tristes, convocaba un “Gran Concurso» para adivinar, en una foto que recogía solo los bajos de falda, tobillos y zapatos de un conjunto de señoritas, a quién pertenecía cada uno y quién era la dueña de dos pies más elegantes de Belo Horizonte».


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