Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LUZ DEL FUEGO

Luz del fuego, Javier Montes, p. 92

El serpentario es lo único que le gusta a Dora de los plúmbeos paseos con sus hermanas. Si se pone lo bastante chinche, si boicotea implacable cada flirteo y cada amartelamiento, consigue que la lleven casi a diario. Los novios pagan con mucho gusto las entradas de la pretendida y su hermanita insoportable para quitársela de encima y verla fascinada, hipnotizada, al entrar en el serpentario al aire libre: no es gran cosa, en realidad, pero no le cansa el pequeño anfiteatro rehundido, rodeado de un foso de verdusca agua somera y de un murete al que se encarama para pasar las horas muertas contemplando los especímenes que vegetan allá dentro. Muchas se esconden en los pequeños refugios de terracota en forma de termiteros, con entradas a ras de tierra que le recuerdan las gateras de las puertas de casa.

Como espectáculo para adultos deja que desear. A veces las cairacas, las mussuranas, las jibóias que más adelante usará en sus bailes desnuda ni se asoman: si hace algo de frío o humedad (en los días de invierno, en Belo Horizonte, a veces de buena mañana cae un relente muy elegante que sustenta el esnobismo climático del estado de Minas), se esconden en los termiteros de barro o dormitan enrolladas como montones de sogas. Se las ve aburridas y aburren rápido a cualquier niña que no esté llamada a ser Luz del Fuego y no adivine en su inmovilidad temporal una estrategia, una acumulación de fuerzas secretas para el momento en que sea necesario tensarse y desencadenarlas en un ataque repentino y mortal. A veces reptan despacio, y entonces fascina su fuerza contenida, el peligro latente en sus ondulaciones lentas, el desdén con que declinan hacer alarde de su poder. A veces (y ya eso merece largas esperas) nadan a ras de agua, sin hundirse, por el foso oval que rodea el terrario: más bien reptan sobre el agua como si el agua fuese tan sólida y tan capaz de sostener su peso como la tierra.

Lo mejor, el momento que la hace gritar de terror y delicia, es cuando el guardián, con botas de caucho, mandil de cuero y guantes hasta el codo, llega con unas pinzas especiales y ¡lrende alguna por la cabeza: entonces ese animal un poco gatuno, que se desliza con pereza felina y ni se digna a darse por enterado de sus espectadores, se arquea como un tigre, emite un siseo que también parece un bufido, se retuerce con furia y da la medida exacta de la fuerza contenida en sus músculos, en su cuerpo-músculo.

Lagartea, se sacude como un cable de alta tensión suelto por el suelo, con la misma capacidad de fulminar. Abre unas fauces que podrían cercenar, intuye la niña, sus bracitos y sus piernecitas. Lanza tijeretazos que muerden el puro aire o se clavan y aferran con fuerza viciosa al antebrazo del vigilante, precavido pero impasible en sus gestos y en la mirada que se adivina tras la máscara de cuero que le protege el rostro.


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