Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

JAMESIANA

De De París a los Pirineos, p. 101-102
San Sebastián es una estación balnearia muy animada, y aparece en las guías como el Biarritz o el Brighton de España. Por supuesto tiene una parte nueva con el estilo elegante de provincias (cafés con estuco nuevo, barberías y apartamentos de alquiler) dando a un paseo marítimo ajardinado y a una encantadora bahía, encerrada entre cumbres fortificadas con un estrecho pórtico abierto al océano. Pero estuve paseando dos o tres horas y le dediqué casi toda mi atención al barrio antiguo, la ciudad propiamente dicha, que tiene una gran puerta que reprueba con la mirada al puerto y desde la que se tiene una perspectiva de llamativas fachadas, balcones y toldos coronada por una estrecha franja de cielo. Aquí el color local era más vivo y los modales más simples. Aquí también había una iglesia con una florida fachada jesuita y un interior impregnado de catolicismo español3. Había una imagen de la Virgen de tamaño natural colocada sobre una mesa detrás del altar mayor (parecía haber salido a pasear en una procesión) que examiné con todo interés. Me pareció una heroína, una española de pies a cabeza, una realidad tan perfecta como Don Quijote o Santa Teresa. Estaba vestida con un esplendor extraordinario de encajes, brocados y joyas, su peinado y rostro eran finísimos y era evidente que respondería a su nombre si se le hablara. Componiendo el título más majestuoso que pude pensar me dirigí a ella como Doña María del Santo Oficio; a lo que se volvió hacia la gran iglesia perfumada en penumbra para ver si estábamos solos, bajó la mirada y extendió la mano para que la besara. Era el sentimiento del catolicismo hispano; oscuro pero engalanado, emocional como una mujer y mecánico como una muñeca. Al instante me dio miedo y me escabullí. No recuperé el ánimo hasta que después tuve la satisfacción de oír que alguien se dirigía a mí como «caballero», Me saludó con este epíteto un niña harapiento con ajos enfermizos y un cigarrillo en los labios que me invitó a lanzar una moneda al mar para que él se tirara a sacarla; e incluso con estas limitaciones, la sensación pareció haber merecido el coste de mi excursión. Consideré más amable, en reconocimiento, hacer que el niño sólo se tirase al suelo.

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