1. LA SALIDA
MÉNDEZ fue a buscarle a la salida de la Modelo.
—Me han dicho que tienes un empleo, Richard.
La calle de Entenza santificada por una lluvia fina, frente a él el muro de las lamentaciones de la cárcel y a su espalda los portales silenciosos del verano que declina, que ya se va muriendo. Un bar donde el Xirinacs recibía las visitas de sus fieles y ante el que hacía huelga de hambre pidiendo la amnistía, uníos, cristianos rojos del mundo, uníos los que aún quedéis. Aunque el verano la ha ido aplastando, la ciudad aún palpita, y Méndez se acuerda entonces del viejo tiempo, malditas las playas, los ombligos con crema antisolar, las niñas con culín, los oficinistas con gafitas. A él, a Méndez, le obligaron a ir de servicio a las playas; él, Méndez, no quería. El es una rata de ciudad y lo seguirá siendo hasta que muera en olor de santidad en una vieja habitación de la que fue casa de mujeres de La Emilia. Méndez tiende la mano al recién salido, comprueba de un vistazo que aún sigue fuerte, que conserva, aunque dormida, su antigua flexibilidad de tigre
—Estás en forma, Richard.
Un café, el primer café en libertad, la calle maravillosa y viva al otro lado del muro. Méndez que se rasca.
—Coño, Richard, aquí también hay pulgas.
La calle Tuset, para que no se diga que no vamos a sitios finos, la Coya del Drac, lugar de luz discreta y velador antiguo, punto de reunión para jazzistas, escritores principiantes, niñas que han perdido el virgo, niños que han estrenado la moto. Y luego el largo paseo por las calles húmedas de la ciudad, coño, qué cosas, Richard, hasta la calle Nueva, hasta la gran madre negra, ya estás en el sitio donde todos te conocen, aquí nada
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