El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 103
Los más brutos y desalmados le
llamaban maricón. Había quien le llamaba gorrión, porque caminaba a pasitos
cortos y dando pequeños saltos y a veces movía la cabeza ligeramente para
sacudirse las plumas, como hacían los gorriones que bajaban a beber a los
pilones. Pocas veces perdía los nervios, porque era de naturaleza apacible,
pero cuando se encorajinaba se le atiplaba la voz y se le quedaban las manos
suspendidas en el aire. Trabajaba para el Ayuntamiento leyendo por los pueblos
los contadores del agua. Aquel hombre, en un pueblo donde no existían las aceras,
era para nosotros, simplemente, de la acera de enfrente. Tenía muy buen
corazón. Era generoso y educado, nunca respondía a los insultos y no se metía
con nadie. Tenía un escarabajo amarillo, que era un coche alemán que llamaba la
atención, con los asientos de cuero y un ambientador que olía al jabón de
lavarse las manos. A veces nos subíamos con él para que nos diera una vuelta
corta. No tenía edad, porque parecía joven y mayor al mismo tiempo. Su madre
decía de él en la carnicería que era indeciso y con buenos sentimientos. Me
salió presumido y algo poeta, le decía al carnicero, y tiene muy buena mano
para la cocina, tendrías que ver cómo prepara la gaIlina en pepitoria, y me
coloca los armarios de la ropa que da gusto mirarlos. La mujer del carnicero
comentaba, mejor eso a que te hubiera salido putero y sin corazón.
Los hombres de la acera de
enfrente tenían que esconder sus sentimientos, porque podían terminar
encarcelados por la autoridad. Ser de la acera de enfrente estaba prohibido.




