Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

Los hombres de la acera de enfrente


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 103

Los más brutos y desalmados le llamaban maricón. Había quien le llamaba gorrión, porque caminaba a pasitos cortos y dando pequeños saltos y a veces movía la cabeza ligeramente para sacudirse las plumas, como hacían los gorriones que bajaban a beber a los pilones. Pocas veces perdía los nervios, porque era de naturaleza apacible, pero cuando se encorajinaba se le atiplaba la voz y se le quedaban las manos suspendidas en el aire. Trabajaba para el Ayuntamiento leyendo por los pueblos los contadores del agua. Aquel hombre, en un pueblo donde no existían las aceras, era para nosotros, simplemente, de la acera de enfrente. Tenía muy buen corazón. Era generoso y educado, nunca respondía a los insultos y no se metía con nadie. Tenía un escarabajo amarillo, que era un coche alemán que llamaba la atención, con los asientos de cuero y un ambientador que olía al jabón de lavarse las manos. A veces nos subíamos con él para que nos diera una vuelta corta. No tenía edad, porque parecía joven y mayor al mismo tiempo. Su madre decía de él en la carnicería que era indeciso y con buenos sentimientos. Me salió presumido y algo poeta, le decía al carnicero, y tiene muy buena mano para la cocina, tendrías que ver cómo prepara la gaIlina en pepitoria, y me coloca los armarios de la ropa que da gusto mirarlos. La mujer del carnicero comentaba, mejor eso a que te hubiera salido putero y sin corazón.

Los hombres de la acera de enfrente tenían que esconder sus sentimientos, porque podían terminar encarcelados por la autoridad. Ser de la acera de enfrente estaba prohibido.


JULIO CESAR


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 266

En el nuevo internado de la ciudad había algunos profesores seglares, Uno de ellos rozaba la demencia. Hablaba solo, gritaba palabras extrañas, se comía las tizas o encendía los cigarrillos al revés, A veces se le extraviaba la mirada y se quedaba inmóvil frente a la ventana que daba al patio), mientras nosotros guardábamos un silencio sepulcral. Luego agarraba su nuez de Adán, como si quisiera reventarla, y explotaba en una carcajada estridente que nos hacía temblar. Cuando fumaba se le abultaba la nuez. Chupaba los cigarros con el ansia de comer. Nos enseñaba las historias del mundo y cada vez que nos refería algún aconteciniento se encolerizaba exageradamente. Si hablaba de Julio César y de su guerra en las Galias calificaba de chapuza sus ataques por sorpresa o guerras relámpago, y nos decía que Julio César era un criminal que trataba a los nativos de las tierras ocupadas peor que a los perros y que los exterminaba como si fueran chinches. Y se iba poco a poco encendiendo en sus expresiones hasta perder el control, y entonces se le abultaba la nuez y se enfrentaba al propio Julio César, al que imaginaba allí mismo, junto a la pizarra, y lo increpaba, y le llamaba flojo, violador, rastrero, conspirador, depravado, sanguinario y traidor, y le decía que se alegraba de su muerte, que el puñal de Bruto era su puñal y que le hubiera gustado participar en el que había sido el magnicidio más justo de la historia. Si nos hablaba de Napoleón y su invasión de Rusia se reía a carcajadas del vanidoso y patético enano, como él calificaba al emperador


EL MALTRATADOR


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 93

A menudo experimento un cierto terror cuando la realidad me golpea con descaro, cuando esa evidencia incuestionable que conforma lo real me desmantela algunas construcciones ideales que fue levantando mi memoria. Entonces me pongo a temblar y siento que algo se me escurre entre los dedos.

Había una mujer que vivía en la cuesta del lavadero y que venía a veces a refugiarse a nuestra casa huyendo de las palizas de su marido. Era muy joven y muy guapa, pero tenía un lunar en la frente del tamaño de un botón de camisa, así que era inevitable fijarse en aquella mancha y distraerse de su belleza. El marido era un animal. Con la misma vara pegaba a su mujer, a sus hijos y a las vacas. Un día su mujer y sus tres hijos desaparecieron. Mi padre habló con un párroco amigo suyo de la ciudad y gestionó el abandono. El maltratador era muy feo, el hombre más feo que habíamos visto jamás, más feo incluso que el quinquillero que vendía de viaje y que era a la vez judío y gallego. En cejas, las orejas y en los huecos de la nariz le brotaba la hierba.


INCCIPIT 1.590. EL MOVIL / JAVIER CERCAS

 


Pero quién soy yo, quién escribe este relato?

La mujer aparca el Alfa-Romeo frente a un edificio en pleno paseo marítimo. Del portaequipajes saca dos bolsas de mano y un bolso de cuero oscuro que se cuelga al hombro. Entra en el edificio.

En el vestíbulo, a la espera del ascensor, hay dos niños en camiseta y bañador: uno lleva una pala y un   rastrillo de plástico; el otro es una gorra de colores vivísimos y unos ojos que escrutan a la mujer mientras el ascensor sube con un leve bordoneo electrónico. La mujer sonríe.

Ya en el piso, deja los paquetes en la mesa del salón y sale a una terraza que se abre sobre el azul del mar. Se apoya con las dos manos en el barandal de piedra rojiza y aspira profundamente el perfume salado del aire de la mañana. Contempla la pureza diáfana y azul del cielo. Frente a ella, la playa es una gruesa banda de arena amarilla que acaricia el bronce de los muslos matinales y las cinturas del verano, y que a la derecha se adelgaza y se convierte a lo lejos en una cinta de tierra de color indistinto, y a la izquierda es la profusa confusión del puertot la superficie de un mar erizado de quillas, mascarones y velámenes, el olor de salmuera y de moluscos, el vuelo aristocrático de las gaviotas; y el denso rumor del agua mordiendo el muelle donde cabecean las barcas.


INCIPIT 1.589. EL DESVAN DE LAS MUSAS DORMIDAS / FULGENCIO ARGUELLES


En la primera casa que recuerdo había una estantería con libros colgando de la pared de la escalera que subía a la sala, y había un corredor de barandas torneadas con geranios  floridos, y también unas cortinas oscuras que separaban, en la planta baja, la cocina del cuarto trastero. Escondido detrás de esas cortinas escuché cómo un forastero venía a solicitar los servicios de mi abuela para que se ocupara, en calidad de interna, del cuidado de su casa y de sus hijos. Era un viudo reciente que necesitaba asistencia inmediata. Mi abuela hacía muchos años que estaba viuda. Cuando mataron a mi abuelo ella sólo tenía veinticinco años. Odié a aquel hombre y deseé su muerte, porque había venido a secuestrar a mi abuela, y durante días estallé en rabietas inexplicables que forzaron a mis padres a llevarme al pediatra, quien diagnosticó insuficiencias de calcio, hierro y algunas vitaminas principales. El calcio era un líquido blanco y espeso que sabía al barro de los charcos, y el hierro venía en ampollas y tenía el mismo olor que el agua que salía de la mina del monte. Para suplir la carencia de vitaminas mi madre me preparaba cada día un zumo de manzana, zanahoria y naranja, aunque no siempre había naranjas, y fue entonces cuando probé el aceite de hígado de bacalao y me sentí tan desgraciado con aquel sabor en la boca que le prometí a mi madre comer todo lo que me pusiera en el plato, incluso las asquerosas habas de mayo, a cambio de no volver a probar aquel líquido del infierno.


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