Llevaba tres semanas observándolo. Cada mañana desde principios de mayo se había apostado en su ventana para mirarlo. Siempre lo espiaba temprano, poco antes del amanecer, y no creía que él la hubiera visto nunca. La primera mañana, Lily había abierto los ojos y había divisado una luz procedente de una ventana del hotel Stuart, al otro lado de la calle; al acercarse más, lo había visto a él dentro del cuadrado resplandeciente: un hombre guapísimo, de pie frente a un lienzo de gran tamaño, sin más ropa que unos pantalones cortos de tanto calor que hacía. Durante un minuto había permanecido tan quieto que no le había parecido real. Luego había empezado a moverse, usando el cuerpo entero para pintar, y Lily lo había visto estirar el brazo, echar el cuerpo hacia delante e incluso arrodillarse frente al lienzo. Lo había visto caminar por la habitación, frotarse con fuerza la cara con las manos y fumar. Fumaba unos puritos que sostenía entre los dientes cada vez que se paraba a pensar. A veces, cuando se limitaba a fumar en silencio, el hombre le dedicaba gestos con la cabeza a la pintura, como si estuviera hablando con ella. Lily había examinado con detenimiento el contorno de sus músculos, el color castaño claro de la piel y la forma en que le brillaba bajo la luz. Sin embargo, no había visto nunca lo que pintaba. La parte frontal del lienzo siempre le había estado oculta.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel
INCIPIT 1.594. EL HECHIZO DE LILY DAHL / SIRI HUSTVEDT
Llevaba tres semanas observándolo. Cada mañana desde principios de mayo se había apostado en su ventana para mirarlo. Siempre lo espiaba temprano, poco antes del amanecer, y no creía que él la hubiera visto nunca. La primera mañana, Lily había abierto los ojos y había divisado una luz procedente de una ventana del hotel Stuart, al otro lado de la calle; al acercarse más, lo había visto a él dentro del cuadrado resplandeciente: un hombre guapísimo, de pie frente a un lienzo de gran tamaño, sin más ropa que unos pantalones cortos de tanto calor que hacía. Durante un minuto había permanecido tan quieto que no le había parecido real. Luego había empezado a moverse, usando el cuerpo entero para pintar, y Lily lo había visto estirar el brazo, echar el cuerpo hacia delante e incluso arrodillarse frente al lienzo. Lo había visto caminar por la habitación, frotarse con fuerza la cara con las manos y fumar. Fumaba unos puritos que sostenía entre los dientes cada vez que se paraba a pensar. A veces, cuando se limitaba a fumar en silencio, el hombre le dedicaba gestos con la cabeza a la pintura, como si estuviera hablando con ella. Lily había examinado con detenimiento el contorno de sus músculos, el color castaño claro de la piel y la forma en que le brillaba bajo la luz. Sin embargo, no había visto nunca lo que pintaba. La parte frontal del lienzo siempre le había estado oculta.
MIS JUEGOS
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 65
Ya nadie construye trenes con latas de
sardinas. Como ya nadie pinta con el bolígrafo relojes en las muñecas. Tenía
unas gafas de sol de plástico negro con las que el mundo se veía naranja cuando
había nubes y verde cuando lucía el sol. Le habían tocado a mi padre en una
tómbola. Mi madre decía que aquellas malditas gafas me iban a estropear la
vista. Al poco necesité gafas de verdad para verlo todo más claro y más cerca,
y mi madre me dijo, ahí lo tienes, eso me dijo, y añadió, todo por culpa de
esas gafas de feria, y mi padre se reía y me explicaba, a tu madre le gusta
inventarse teorías. También tenía yo una navaja con las cachas de hueso que me
había regalado el tendero amigo de mi padre y con ella hacía arreglos en los
higos verdes para convertirlos en caballos salvajes o en soldados del rey. Los
tirachinas los hacíamos nosotros con tiras de las cámaras inservibles de las
ruedas de las bicicletas, con una lengüeta de zapato viejo o un trozo de badana
para colocar la piedra y con una horquilla de rama de avellano. Con el
tirachinas se podían romper cristales, desprender las nueces, apuntar a las
palomillas de porcelana de los cables de la luz o cazar gatos y gorriones.
Hacíamos campeonatos y guerras de verdad de las que algunos salíamos heridos.
Nos gustaba a cazar ardillas, porque era lo más difícil. Las veíamos saltar de
rama en rama y disparábamos todos a la vez, pero nunca conseguíamos cazarlas.
Semana Santa
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 289
Mi abuela colgaba trapos morados
sobre los cuadros. En los bares no se podía encender la televisión. Todos los
niños asistíamos a los oficios. Los oficios de Semana Santa se celebraban en el
viejo templo del pueblo que estaba más alto y era cabeza parroquial. Las niñas
esparcían flores en el pórtico cuando salía el párroco bajo el palio con su
salmodia estridente para iniciar la procesión. Las mujeres, vestidas de negro y
con mantilla en la cabeza y un cirio en las manos, entonaban canciones
histéricas. Los hombres fumaban a escondidas y agachaban la cabeza. Se agitaban
los estandartes y las cruces y la figura del Cristo, arrodilladoy con la cruz a
la espalda, oscilaba en un vaivén imposible por la diferente estatura de los
costaleros.
Formación del Espíritu Nacional
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 239
Las clases de Formación del
Espíritu Nacional estaban a cargo de un hombre de aire cansino, apacible de
ánimo y ronco de fumar, que gastaba un bigote mínimo y un sombrero de fieltro
con pluma. Había sido militar en las guerras africanas e impartía las clases
sin gana. Nos hablaba de la familia y de los vínculos del afecto y de la
sangre, y nos hablaba de la escuela, y dibujaba en la pizarra un yunque y un
martillo y decía que la escuela era la fragua donde se forjaba a los hombres
del mañana, y nos explicaba los gremios y los santos patronos de cada gremio.
Cuando hablaba de la justicia social dibujaba balanzas y cuando nos enseñaba el
principio de la autoridad pintaba una corona cruzada por un bastón y una espada,
y al explicarnos la lección de las normas y el bien común dibujaba un semáforo,
como los que yo había visto junto al mar. Para el trabajo manual un pico y una
pala, para el trabajo creativo una bombilla encendida y para el descanso un
cine. Le gustaba dibujar. Cuando más disfrutaba era cuando nos hablaba del
Caudillo Dictador. Le temblaban los labios bajo el bigote escaso Y se le
aclaraba la voz. Una vez incluso llegó a llorar. Una vertiginosa y brillante
carrera, nos decía, estratega genial, reconstructor de la patria, impulsor de
los españoles hacia ideales sagrados, y nos aburría con las historias, que
repetía una y otra vez, de su experiencia como oficial en África a las órdenes
del Caudillo. El militar regentaba un estanco en un pueblo cercano por concesión
generosa y expresa del Caudillo y venía a impartir las clases los jueves en una
vespa azul con un gran parabrisas.
1.593. LA VIDA LENTA / JOSEP PLA
1956
1 enero
Esta noche, cuando volvía a casa (a las dos) a pie, con una tramontana fortísima en contra, pensaba que, a veces, la vida parece más larga que la eternidad. En la cama (glacial), leo los dos últimos números de Il Borghese, hasta las ocho. Me levanto a las cuatro de la tarde. Hace un día despejado, soleado y lívido —sin viento. ¡Año nuevo, vida nueva! Me paso lo que queda del día en casa, junto al fuego.
2 enero
Por la tarde trabajo en Viatge a Catalunya. Mercè me hace compañía junto al fuego. A las siete se levanta otra vez la tramontana. Ceno en Palafrugell, restaurante Reig. Conversación con Martinell y Medir. Vuelta a casa a las dos. Oigo París hasta las cuatro, los resultados electorales franceses. Un desastre comunista y pujadista. En la cama, leo el New Yorker. Me duermo por la mañana.
INCIPIT 1.592. MENTIRAS DE MUJERES / LIUDMILA ULITSKAYA
PRÓLOGO
¿Se puede comparar la gran
mentira masculina –estratégica, arquitectónica, tan antigua como la respuesta
de Caín– con las encantadoras mentiras de las mujeres en las que no se adivina
ninguna intención, buena o mala, ni siquiera un atisbo de aprovechamiento?
He aquí un matrimonio regio,
Ulises y Penélope. Su reino, la verdad, no es demasiado grande: una treintena
de casas, un pueblo de tamaño mediano. Las cabras en un redil (ni hablar de
gallinas, probablemente aún no se habían domesticado), la reina prepara queso y
teje alfombras. Perdón, sudarios... Lo cierto es que ella es de buena familia.
Su tío es rey y su prima es la mismísima Helena, por quien se desencadenó la
guerra más encarnizada de la Antigüedad. Por cierto, Ulises también figuraba
entre los pretendientes a la mano de Helena, pero, pícaro él, tras sopesar los
pros y los contras se casó no con la más bella de las mujeres, no con la
superestrella de moralidad dudosa, sino con Penélope, la buena ama de casa que,
hasta la vejez, fastidió a todo el mundo con su ostentosa fidelidad conyugal,
pasada ya de moda para la época.
INCIPIT 1.591. EL DIRECTOR / D.KEHLMANN
¿Qué hay de nuevo este domingo?
¿Qué hago en este coche?
Voy sin moverme. Cuando no te
mueves, a veces te vuelve la memoria.
Pero no sirve de mucho. Lo único
claro es que el conductor fuma. El vehículo está lleno de un humo espeso. Me
arden los ojos. Me estoy mareando. El señor tiene el pelo gris, motas de caspa
en los hombros. Del espejo retrovisor cuelga una cadenita de perlas con un
pequeño crucifijo.
Una cosa detrás de otra. El
chófer vino a recogerme, me abrió la puerta, y los demás se quedaron mirando
con la boca abierta, el escuálido Franz Krahler, la tonta de la señora
Einzinger y también ese otro tipo bajito que nunca me acuerdo de cómo se llama.
Porque, en realidad, en el
sanatorio Abendruh son todos los días iguales. Durante el desayuno, se oye la
radio, se sale al parque, te duele la espalda, ponen la comida, echas un
vistazo al periódico, te enfadas por algo mientras la tele está encendida;
algunos la miran, otros duermen, siempre hay alguien que tose como si estuviera
a punto de morirse. Luego enseguida se hacen las tres y media, luego sirven la
cena y luego estás en la cama sin poder dormir, yendo al baño cada media hora.
A veces hay visitas, aunque a ti nunca vienen a verte. A veces se muere alguien
y se lo llevan. Eso sí, lo rarísimo es que un coche negro con chófer venga a
recoger a uno que sigue vivo.
LAS MUSAS

El
desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 18-19
En el pasillo, sobre unas
repisas, había tres candelabro de tres brazos cada uno que le había regalado a
mi padre una tía suya que vivía en la ciudad y que había sido enfermera de
guerra. Eran de bronce con las figuras de las musas griegas sosteniendo la base
de las velas. Mi padre me fue dando cuenta de aquellas diosas, hijas de Zeus,
que era el jefe de los dioses, y de Mnemosina, que era la diosa de la memoria,
y me hablaba de ellas como si las hubiera conocido en sus tiempos como alférez
en la milicia por los montes pirenaicos, y me explicaba con emoción que eran
jóvenes ociosas y de muy buen ver que no tenían la responsabilidad de los
dioses principales y que llenaban el tiempo en el Olimpo escribiendo, cantando
y enamorándose, y me comentaba cada detalle, esta que lleva la corona de laurel
se llama Calíope y se ocupa de la belleza, y esta de la trompeta y del libro
bajo el brazo es Clío, mi favorita, y es la musa de la historia, y la tercera
de este candelabro es Erató, que, como ves, lleva rosas y una cítara, que es un
instrumento musical de cuerda, como la lira, y aquella de la flauta es Euterpe
y se ocupa de la música, y la de la máscara es Melpómene, la musa de la
tragedia, y esta del vestido largo es la más espiritual de todas y se llama
Polimnia, y en este otro candelabro está Talía, parece la más joven y graciosa,
se ocupa de la comedia, y esta otra es Terpsícore, la musa de la danza y madre
de las sirenas, otro día te hablaré de las sirenas, y la última es Urania,
lleva un globo terráqueo en las manos como el que yo tengo en la escuela,
porque es profesora de físicas y astronomías. Tantas veces me lo contaba que no
tardé en memorizar sus nombres y ocupaciones.
Pynchon
Bartebly y compañía, Enrique Vila-Matas, p. 166
Pynchon se graduó en literatura
inglcsa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la
Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus
años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no
tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable
cortina de humo.
Cuenta José Antonio Gurpegui una
anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de
literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su
tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que
tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve
entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los
años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor
Messent —autor de un gran libro sobre Hemingway— fue invitado, en Los Ángeles,
a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los
Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado
años antes en Nueva York', pero al igual que aquél conocía perfectamente
incluso los detalles más de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió
a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contesté)
sin la menor turbación:
—Entonces usted tendrá que
decidir cuál es el verdadero.
Los hombres de la acera de enfrente
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 103
Los más brutos y desalmados le
llamaban maricón. Había quien le llamaba gorrión, porque caminaba a pasitos
cortos y dando pequeños saltos y a veces movía la cabeza ligeramente para
sacudirse las plumas, como hacían los gorriones que bajaban a beber a los
pilones. Pocas veces perdía los nervios, porque era de naturaleza apacible,
pero cuando se encorajinaba se le atiplaba la voz y se le quedaban las manos
suspendidas en el aire. Trabajaba para el Ayuntamiento leyendo por los pueblos
los contadores del agua. Aquel hombre, en un pueblo donde no existían las aceras,
era para nosotros, simplemente, de la acera de enfrente. Tenía muy buen
corazón. Era generoso y educado, nunca respondía a los insultos y no se metía
con nadie. Tenía un escarabajo amarillo, que era un coche alemán que llamaba la
atención, con los asientos de cuero y un ambientador que olía al jabón de
lavarse las manos. A veces nos subíamos con él para que nos diera una vuelta
corta. No tenía edad, porque parecía joven y mayor al mismo tiempo. Su madre
decía de él en la carnicería que era indeciso y con buenos sentimientos. Me
salió presumido y algo poeta, le decía al carnicero, y tiene muy buena mano
para la cocina, tendrías que ver cómo prepara la gaIlina en pepitoria, y me
coloca los armarios de la ropa que da gusto mirarlos. La mujer del carnicero
comentaba, mejor eso a que te hubiera salido putero y sin corazón.
Los hombres de la acera de
enfrente tenían que esconder sus sentimientos, porque podían terminar
encarcelados por la autoridad. Ser de la acera de enfrente estaba prohibido.
JULIO CESAR
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 266
En el nuevo internado de la
ciudad había algunos profesores seglares, Uno de ellos rozaba la demencia.
Hablaba solo, gritaba palabras extrañas, se comía las tizas o encendía los
cigarrillos al revés, A veces se le extraviaba la mirada y se quedaba inmóvil frente
a la ventana que daba al patio), mientras nosotros guardábamos un silencio
sepulcral. Luego agarraba su nuez de Adán, como si quisiera reventarla, y
explotaba en una carcajada estridente que nos hacía temblar. Cuando fumaba se
le abultaba la nuez. Chupaba los cigarros con el ansia de comer. Nos enseñaba
las historias del mundo y cada vez que nos refería algún aconteciniento se
encolerizaba exageradamente. Si hablaba de Julio César y de su guerra en las
Galias calificaba de chapuza sus ataques por sorpresa o guerras relámpago, y
nos decía que Julio César era un criminal que trataba a los nativos de las
tierras ocupadas peor que a los perros y que los exterminaba como si fueran
chinches. Y se iba poco a poco encendiendo en sus expresiones hasta perder el
control, y entonces se le abultaba la nuez y se enfrentaba al propio Julio
César, al que imaginaba allí mismo, junto a la pizarra, y lo increpaba, y le
llamaba flojo, violador, rastrero, conspirador, depravado, sanguinario y
traidor, y le decía que se alegraba de su muerte, que el puñal de Bruto era su
puñal y que le hubiera gustado participar en el que había sido el magnicidio
más justo de la historia. Si nos hablaba de Napoleón y su invasión de Rusia se
reía a carcajadas del vanidoso y patético enano, como él calificaba al
emperador
EL MALTRATADOR
El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 93
A menudo experimento un cierto
terror cuando la realidad me golpea con descaro, cuando esa evidencia
incuestionable que conforma lo real me desmantela algunas construcciones
ideales que fue levantando mi memoria. Entonces me pongo a temblar y siento que
algo se me escurre entre los dedos.
Había una mujer que vivía en la
cuesta del lavadero y que venía a veces a refugiarse a nuestra casa huyendo de
las palizas de su marido. Era muy joven y muy guapa, pero tenía un lunar en la
frente del tamaño de un botón de camisa, así que era inevitable fijarse en
aquella mancha y distraerse de su belleza. El marido era un animal. Con la
misma vara pegaba a su mujer, a sus hijos y a las vacas. Un día su mujer y sus
tres hijos desaparecieron. Mi padre habló con un párroco amigo suyo de la
ciudad y gestionó el abandono. El maltratador era muy feo, el hombre más feo
que habíamos visto jamás, más feo incluso que el quinquillero que vendía de
viaje y que era a la vez judío y gallego. En cejas, las orejas y en los huecos
de la nariz le brotaba la hierba.
INCCIPIT 1.590. EL MOVIL / JAVIER CERCAS
Pero quién soy yo, quién escribe este relato?
La mujer aparca el Alfa-Romeo
frente a un edificio en pleno paseo marítimo. Del portaequipajes saca dos
bolsas de mano y un bolso de cuero oscuro que se cuelga al hombro. Entra en el
edificio.
En el vestíbulo, a la espera del
ascensor, hay dos niños en camiseta y bañador: uno lleva una pala y un rastrillo de plástico; el otro es una gorra
de colores vivísimos y unos ojos que escrutan a la mujer mientras el ascensor
sube con un leve bordoneo electrónico. La mujer sonríe.
Ya en el piso, deja los paquetes
en la mesa del salón y sale a una terraza que se abre sobre el azul del mar. Se
apoya con las dos manos en el barandal de piedra rojiza y aspira profundamente
el perfume salado del aire de la mañana. Contempla la pureza diáfana y azul del
cielo. Frente a ella, la playa es una gruesa banda de arena amarilla que
acaricia el bronce de los muslos matinales y las cinturas del verano, y que a
la derecha se adelgaza y se convierte a lo lejos en una cinta de tierra de
color indistinto, y a la izquierda es la profusa confusión del puertot la
superficie de un mar erizado de quillas, mascarones y velámenes, el olor de
salmuera y de moluscos, el vuelo aristocrático de las gaviotas; y el denso
rumor del agua mordiendo el muelle donde cabecean las barcas.
INCIPIT 1.589. EL DESVAN DE LAS MUSAS DORMIDAS / FULGENCIO ARGUELLES
En la primera casa que recuerdo había una estantería con libros colgando de la pared de la escalera que subía a la sala, y había un corredor de barandas torneadas con geranios floridos, y también unas cortinas oscuras que separaban, en la planta baja, la cocina del cuarto trastero. Escondido detrás de esas cortinas escuché cómo un forastero venía a solicitar los servicios de mi abuela para que se ocupara, en calidad de interna, del cuidado de su casa y de sus hijos. Era un viudo reciente que necesitaba asistencia inmediata. Mi abuela hacía muchos años que estaba viuda. Cuando mataron a mi abuelo ella sólo tenía veinticinco años. Odié a aquel hombre y deseé su muerte, porque había venido a secuestrar a mi abuela, y durante días estallé en rabietas inexplicables que forzaron a mis padres a llevarme al pediatra, quien diagnosticó insuficiencias de calcio, hierro y algunas vitaminas principales. El calcio era un líquido blanco y espeso que sabía al barro de los charcos, y el hierro venía en ampollas y tenía el mismo olor que el agua que salía de la mina del monte. Para suplir la carencia de vitaminas mi madre me preparaba cada día un zumo de manzana, zanahoria y naranja, aunque no siempre había naranjas, y fue entonces cuando probé el aceite de hígado de bacalao y me sentí tan desgraciado con aquel sabor en la boca que le prometí a mi madre comer todo lo que me pusiera en el plato, incluso las asquerosas habas de mayo, a cambio de no volver a probar aquel líquido del infierno.












