Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

“Yo no leo novelas, aunque mi mujer sí lo hace”


El verano sin hombres, Sirir Hustvedt, p. 180

El club de lectura ha crecido. Se ha multiplicado como los proverbiales hongos por todo el lugar y es una actividad cultural dominada casi exclusivamente por mujeres. De hecho, la lectura de obras de ficción ha sido a menudo considerada algo femenino. Muchas mujeres leen ficción. La mayoría de los hombres, no. Las mujeres leen ficción escrita tanto por hombres como por mujeres. La mayoría de los hombres, no. Si un hombre abre las páginas de una novela lo hace porque le gusta que figure un nombre masculino en la portada. De alguna manera le supone una seguridad. Nunca se sabe lo que puede sucederle a esos genitales colgantes si su dueño se sumerge en los sucesos imaginarios concebidos por alguien que tiene sus partes en el interior. Sin embargo, a los hombres les gusta alardear de dejar la ficción de lado: “Yo no leo novelas, aunque mi mujer sí lo hace”. La imaginación literaria contemporánea parece emanar un distintivo perfume femenino. Recordad a Sabbatini: nosotras las mujeres tenemos el don del cotorreo. Pero, para ser francos, hemos sido consumidoras de novelas desde su nacimiento, a finales del siglo XVII, y en aquella época leer una novela tenía un tufillo de clandestinidad. La delicada mente femenina, como recordaréis que he mencionado en otras partes de este libro, podría verse fácilmente afectada si se la expone a la literatura, a la novela en especial, con sus historias de pasiones y traiciones, con sus monjes locos y libertinos, sus mujeres despechugadas y sus diversos señores B., sus violadores y violadas. Al convertirse en un pasatiempo para señoritas, la novela se tiñó de rosa, por si acaso. Tenía su lógica: la lectura es una actividad privada, una actividad que tiene lugar, casi siempre, de puertas adentro. Una joven podría retirarse a sus aposentos con un libro y allí, recostada sobre sus sábanas de seda, embeberse de las emociones y espantos creados por la punta de una pluma de ave y, al requerir para la lectura una sola mano, podría la otra manejarse a su albedrío. En resumen, el temor radicaba en que se pudiera leer con una sola mano.


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