Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ANIMALES


Hormigón, Thomas Berhard, p. 42

El llamado amor a los animales ha causado ya tantas desgracias que, si pensáramos realmente en ello con la mayor intensidad, quedaríamos al instante aniquilados de espanto. No es tan absurdo como parece a primera vista que yo diga que el mundo debe sus guerras más horribles al llamado amor a los animales de sus dominadores. Todo eso está documentado y habría que aclarar de una vez ese hecho. Esas gentes, políticos, dictadores, están dominadas por un perro y por ello precipitan a millones de personas en la desgracia y la degeneración, aman a un perro y maquinan una guerra mundial en la que, por ese perro, mueren millones. Solo hay que pensar en qué aspecto tendría el mundo si una vez, ese llamado amor al prójimo se redujera por lo menos a algún porcentaje ridículo, en beneficio del amor al prójimo que, como es natural, tan solo se llama así. La pregunta no puede ser, tengo un perro o no tengo un perro, partiendo de mi mente no estoy en absoluto en condiciones de tener un perro, que además, como me consta, hay que cuidar y atender de forma intensa, como a cualquier ser humano, que hay que cuidar y atender más de lo que yo mismo exijo, pero la Humanidad, incluidas todas las partes del mundo, no encuentra nada raro en cuidar más y atender mejor a los perros que a sus semejantes, en efecto, cuida más y atiende mejor todos esos miles de millones de casos de perros que a ella misma. Me permito calificar un mundo así de perverso y en el más alto grado inhumano y totalmente loco. Si estoy aquí, el perro está también aquí, si estoy allá, el perro está también allá. Si el perro tiene que salir, tengo que salir con el perro, etcétera. No tolero la comedia del perro, que diariamente, cuando abrimos los ojos y no nos hemos acostumbrado aún a la ceguera diaria, podemos ver. En esa comedia del perro, aparece un perro que molesta a un ser humano, lo explota y, en el curso de varios o pocos actos, expulsa a su inocente humanidad. La losa sepulcral más alta y más cara y realmente más preciosa que jamás se ha levantado en el curso de la Historia fue levantada, al parecer, para un perro. No, no en América, como habría que suponer, sino en Londres. Ver claramente otra vez  ese hecho basta para mostrar al hombre en su auténtica luz de perro. La realidad es que, en este mundo, la cuestión no es ya desde hace tiempo hasta qué punto es uno humano sino hasta qué punto es canino, pero hasta hoy, cuando, en el fondo, si hubiera que hacer honor a la verdad, donde habría que decir realmente hasta qué punto es canino el hombre, se dice hasta qué punto es humano. Y eso es lo repelente. Tener un perro no se me plantea. Si por lo menos tuvieras un perro, dijo mi hermana inmediatamente antes de irse. No por primera vez, es una de esas observaciones con que, desde hace años, me irrita. ¡Por lo menos un perro! Yo no necesito perro, tengo a mis amantes, según ella. Una vez, por capricho, como creo, renunció a sus amantes y tuvo un perro, tan pequeño que, al menos en mi fantasía, hubiera podido meterse bajo sus zapatos de tacón alto. Le gustaba lo grotesco del hecho y encargó para el perro, que no merecía en absoluto ese calificativo, un abrigo de terciopelo con ribete dorado. En el Sacher admiraron el perro, y eso le resultó a ella tan repugnante que le regaló el animal a su ama de llaves, la que por su parte, naturalmente, lo regaló a su vez.


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