Pero después de los treinta, tanto el marido como la mujer saben en lo más profundo que el juego ha terminado. Sin unos cuantos cócteles las relaciones sociales se convierten en un suplicio. Ya no son espontáneas; se trata de una convención por la que acceden a cerrar los ojos ante el hecho de que otros hombres y mujeres que conocen están cansados, aburridos y gordos; con todo, tienen que soportarlos de una manera tan educada como la que, a cambio, emplean quienes los soportan a ellos.
He conocido a muchas parejas jóvenes -pero rara vez he visto un hogar feliz una vez que el marido y la mujer tienen más de treinta años. La mayoría de los hogares pertenece a uno de estos cuatro tipos:
1° Aquel en el que el marido es un tipo lo bastante vanidoso como para pensar que un trabajo de mala muerte en una aseguradora es mucho más complicado que criar a bebés, y que todo el mundo debería hacerle la reverencia en casa. Es esa clase de hombre cuyos hijos huyen del hogar tan pronto como aprenden a andar.
2° Aquel en el que la mujer tiene lengua afilada y complejo de mártir, y piensa que es la única mujer del mundo que ha tenido un hijo. Este es probablemente el hogar más infeliz de todos.
3° Aquel en el que siempre se les recuerda a los niños lo buenos que han sido sus padres al traerlos al mundo, y cuánto deberían respetar a sus padres por haber nacido en 1870 en lugar de en 1902.
4° Aquel en el que todo es para los hijos. En el que los padres pagan por la educación de los hijos mucho más de lo que se pueden permitir, y los malcrían en exceso. Todo esto suele terminar con una situación en la que los hijos se avergüenzan de los padres.