De Daisy Miller, de Henry James, p.111 (Austral)
La joven y su cicerone se dirigían a la puerta del recinto, por lo que Winterbourne, que había entrado hacía poco, los dejó. Una semana más tarde fue a cenar a una mansión magnífica en la colina Celia, y al llegar, despidió el vehículo de alquilerLa noche era encantadora y se prometió la satisfacción de volver a casa andando bajo el Arco de Constantino9 y pasar al lado de los monumentos poco iluminados del Foro ‘°. La luna en cuarto menguante se alzaba en el cielo con una luminosidad que no era resplandeciente, sino tamizada por un fino velo que parecía difuminarla e igualarla. Cuando, al regresar de la mansión —eran las once de la noche—, Winterbourne se acercó al círculo oscuro del Coliseo, se le ocurrió, amante como era de lo pintoresco, que bien merecía la pena una mirada a su interior a la luz del leve resplandor de la luna. Se salió del camino y se dirigió a uno de los arcos vacíos, cerca del cual pudo observar que se hallaba estacionado un coche abierto, uno de esos pequeños taxis romanos. Continuó internándose por las sombras cavernosas de la gran estructura para salir al coso claro y silente. Nunca le había impresionado tanto el lugar. La mitad de la gigantesca plaza estaba inmersa en una sombra profunda; la otra dormía en la penumbra luminosa. De pie comenzó a recitar los famosos versos del Manfred de Byron; pero antes de acabar la cita, recordó que si los poetas recomiendan la meditación nocturna en el Coliseo, los doctores la desaconsejan. Era verdad que se podía palpar la atmósfera histórica; pero ésta, considerada desde el punto de vista científico, no era mejor que una miasma malísima. Winterbourne caminó hasta el centro de la arena, para tener una vista más amplia, con la intención de retirarse luego con rapidez. La sombra cubría la gran cruz del centro; sólo al acercarse la pudo ver con claridad. Vio a dos personas que se encontraban en los últimos peldaños que formaban la base. Una de ellas era una mujer, sentada; su acompañante, de pie, estaba enfrente.
Al instante el sonido de la voz de la mujer le llegó con nitidez en el aire tibio de la noche. «Bueno, nos mira como uno de los viejos leones puede haber mirado a los mártires cristianos!». Esas fueron las palabras que oyó, en el tono familiar de la señorita Miller.
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