Un día, mucho antes de que yo naciera, mi madre soñó conmigo. Ella era una niña aún, tendría unos diez, quizás once años. Estaba jugando en el jardín, junto a la casa en la que pasaba todos los veranos, e inexplicablemente –porque ese detalle le parecía casi tan asombroso como lo que ocurrió después-, se quedó dormida. Entonces yo aparecí en su sueño.
"Tú eras alta, rubia. Mucho más alta y rubia de lo que eres ahora..." Estábamos las dos frente a frente, mirándonos con curiosidad. O quizá confundidas, perplejas... Nunca pudo, por más que se esforzara, relatar con exactitud en qué había consistido esa extraña visión; de qué habíamos hablado -si es que llegamos a hablar-, o si no hicimos otra cosa que observarnos en silencio. Tan sólo había algo de lo que estaba absolutamente segura. Aquella mu-
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