EL HUNDIMIENTO DEL DORIA 2
Toda la familia estaba en la lancha de papá, pero yo quise ir aparte, en el barco con la Virgen. Mamá me controlaba mucho y yo siempre aprovechaba cualquier ocasión para escapar de ella: tenía casi treinta años y aún me trataba como si fuera una chiquilla. Y esa fue la razón por la que estuve a punto de morir ahogada, si no llega a ser por mi hermano Suso me quedo muerta en el fondo de la ría.
En aquellos tiempos la misa se hacía siempre por la mañana, a la una o así. No como ahora, que es al mediodía o por la tarde según manden las mareas; en aquellos años podían entrar y salir del puerto barcos de gran calado, cruceros como quien dice. Después, al cambiarle el cauce al río y además dejar de recoger arena las gabarras, el puerto ha ido cambiando, la barra ha subido, queda poco calado y ahora casi no hay fondo para las embarcaciones. Hasta algunos días al llegar de la marea de madrugada, tienen que atracar en la Peña del Soldado, lejos del muelle, y llegar a los barcos de pesca con los cayucos auxiliares para poder salir al mar por la tarde al día siguiente.
La mañana había sido preciosa. Habían bailado los mómaros con todos los cativos detrás y una pila de cabezudos con vimbios pegando a diestro y siniestro. Yo estuve con mis sobrinos, asustando a los más pequeños con las manoplas de los gigantes y las hortensias de la reina; después me quedé un rato con Pedro, tomando un vermú en el Pescador antes de la procesión, pero cuando vi llegar a la Virgen del Carmen con mi madre me tuve que esconder. Mi madre a Pedro no lo podía ver, lo corría cuando me llevaba a casa y hasta se había inventado que estaba casado y con hijos en Orense –lo insultaba desde el balcón: desgraciado, vaite para Ourense cos teus fillos¡; eso le decía. Pero esa es otra historia.
La imagen la traían cuatro marineros de blanco, con una cinta roja, boina y una especie de bastón como de capitanes antiguos. Detrás, el párroco con los seis curas de las aldeas rodeados de monaguillos, y enseguida unas viejas beatas, de negro, mi madre la primera. Siempre de negro, de luto por algún pariente; toda la vida recuerdo a mamá vestida de ropa oscura o como mucho con algo malva o blanco. Ella no es que fuera muy religiosa, pero yo creo que le gustaba la actividad de la iglesia y disfrazarse, que anduvo con el hábito del narazeno años.
Metieron a la Virgen en el Doria y celebraron la misa. Fue una cosa rápida pero muy bonita, con canciones marineras al principio y muchas bombas y ristras de petardos al final. Después salimos hacia Redes, el barco de Nuestra Señora iba delante, marcando el paso, y detrás todos los botes del pueblo llenos llenos de gente.
Llegando a la playa yo empecé a notar cosas raras, como que el barco no daba avanzado y el motor soltaba chasquidos, y no el ruido rítmico con el que navega siempre. La popa empezó a encajarse en el agua y nos parecía que se iba a hundir, todo el mundo se puso a gritar y moverse. Era peor, pues con el ajetreo el patrón no podía gobernar la nave. Aún así lo hizo bien y se acercó al arenal, dejó que encallase el barco y parecía aquello arreglado. La gente se calmó, los botes pequeños se habían arrimado a la tarrafa y algunos pudieron saltar desde dentro a las cubiertas y otros tirarse al mar.
Yo me quedé petrificada, sin saber qué hacer, agarrada al montón de redes que tenía delante. Cuando ya quedábamos poca gente una ola llevó el barco mar adentro y el Doria se hundió de lado. Todos caímos al agua menos los que siguieron agarrados a la cubierta escorada del Doria, el cura y los guardia civiles. Yo me vi de repente en medio del mar, como atada a las redes con las que me había estado agarrando y sin poder nadar. Intentaba flotar pero las olas me tragaban, muerta de miedo no sabía como reaccionar, y tampoco conseguía deshacerme del lío de cuerdas que me amarraba.
Casi sin respiración noté que alguien me desataba; entre el agua no podía ver quien era y me agarraba sin saber nada. Muy de cerca vi la cara de mi hermano, que me sacaba a flote al tiempo que me liberaba de las redes que, cada vez más, tiraban para el fondo. Suso era un gran nadador, casi cruzaba desde Zopazos hasta la playa buceando, alto y fuerte, en el mar no había nadie que le ganara.
Me llevó desmayada, sin sentido, hasta la barca de papá y allí me subieron. Me sacaron el agua de dentro pero no había tragado casi nada, más bien lo que hice fue como vomitar. Me desperté y vi como papá lloraba del susto, pero me pareció que mamá miraba para mí hasta con mala cara. Los pequeños se abrazaban a mí, tirados alrededor de mi cuerpo en la parte de atrás del bote.
Enseguida llegamos al muelle. Yo me tumbé allí, al sol, recuperando fuerzas, y entre las cepas del puente vi de repente como subía la Virgen del Carmen del medio del mar. Era como un milagro, como si Nuestra Señora hubiese estado con nosotros, vigilando, pendiente de que no pasara nada, y que después hubiese recorrido el fondo de las aguas para comprobar que no había nadie ahogándose. El mar se reflejaba en ella y el agua hacía brillar sus dorados y su manto, todo bordado en plata.
Después vi como, poco a poco, la imagen se acercaba a la rampa y desembarcaba en las escaleras. Parecía cosa de brujas o algo así, mágico. Un oleaje súbito la levantó del agua y la dejó de pie en medio del muelle. La gente estaba asombrada, era como un milagro, y como no había pasado nada gracias a Dios, la alegría era grande. El párroco y los curas que lo acompañaban empezaron a cantarle un himno muy bonito, todo el pueblo se acercó a besarle el manto y se hizo una misa preciosa, con la banda municipal tocando el Salve Regina de Haendel, un oficio digno de aquel milagro que Nuestra Señora nos había hecho en el día de la Virgen del Carmen.
Toda la familia estaba en la lancha de papá, pero yo quise ir aparte, en el barco con la Virgen. Mamá me controlaba mucho y yo siempre aprovechaba cualquier ocasión para escapar de ella: tenía casi treinta años y aún me trataba como si fuera una chiquilla. Y esa fue la razón por la que estuve a punto de morir ahogada, si no llega a ser por mi hermano Suso me quedo muerta en el fondo de la ría.
En aquellos tiempos la misa se hacía siempre por la mañana, a la una o así. No como ahora, que es al mediodía o por la tarde según manden las mareas; en aquellos años podían entrar y salir del puerto barcos de gran calado, cruceros como quien dice. Después, al cambiarle el cauce al río y además dejar de recoger arena las gabarras, el puerto ha ido cambiando, la barra ha subido, queda poco calado y ahora casi no hay fondo para las embarcaciones. Hasta algunos días al llegar de la marea de madrugada, tienen que atracar en la Peña del Soldado, lejos del muelle, y llegar a los barcos de pesca con los cayucos auxiliares para poder salir al mar por la tarde al día siguiente.
La mañana había sido preciosa. Habían bailado los mómaros con todos los cativos detrás y una pila de cabezudos con vimbios pegando a diestro y siniestro. Yo estuve con mis sobrinos, asustando a los más pequeños con las manoplas de los gigantes y las hortensias de la reina; después me quedé un rato con Pedro, tomando un vermú en el Pescador antes de la procesión, pero cuando vi llegar a la Virgen del Carmen con mi madre me tuve que esconder. Mi madre a Pedro no lo podía ver, lo corría cuando me llevaba a casa y hasta se había inventado que estaba casado y con hijos en Orense –lo insultaba desde el balcón: desgraciado, vaite para Ourense cos teus fillos¡; eso le decía. Pero esa es otra historia.
La imagen la traían cuatro marineros de blanco, con una cinta roja, boina y una especie de bastón como de capitanes antiguos. Detrás, el párroco con los seis curas de las aldeas rodeados de monaguillos, y enseguida unas viejas beatas, de negro, mi madre la primera. Siempre de negro, de luto por algún pariente; toda la vida recuerdo a mamá vestida de ropa oscura o como mucho con algo malva o blanco. Ella no es que fuera muy religiosa, pero yo creo que le gustaba la actividad de la iglesia y disfrazarse, que anduvo con el hábito del narazeno años.
Metieron a la Virgen en el Doria y celebraron la misa. Fue una cosa rápida pero muy bonita, con canciones marineras al principio y muchas bombas y ristras de petardos al final. Después salimos hacia Redes, el barco de Nuestra Señora iba delante, marcando el paso, y detrás todos los botes del pueblo llenos llenos de gente.
Llegando a la playa yo empecé a notar cosas raras, como que el barco no daba avanzado y el motor soltaba chasquidos, y no el ruido rítmico con el que navega siempre. La popa empezó a encajarse en el agua y nos parecía que se iba a hundir, todo el mundo se puso a gritar y moverse. Era peor, pues con el ajetreo el patrón no podía gobernar la nave. Aún así lo hizo bien y se acercó al arenal, dejó que encallase el barco y parecía aquello arreglado. La gente se calmó, los botes pequeños se habían arrimado a la tarrafa y algunos pudieron saltar desde dentro a las cubiertas y otros tirarse al mar.
Yo me quedé petrificada, sin saber qué hacer, agarrada al montón de redes que tenía delante. Cuando ya quedábamos poca gente una ola llevó el barco mar adentro y el Doria se hundió de lado. Todos caímos al agua menos los que siguieron agarrados a la cubierta escorada del Doria, el cura y los guardia civiles. Yo me vi de repente en medio del mar, como atada a las redes con las que me había estado agarrando y sin poder nadar. Intentaba flotar pero las olas me tragaban, muerta de miedo no sabía como reaccionar, y tampoco conseguía deshacerme del lío de cuerdas que me amarraba.
Casi sin respiración noté que alguien me desataba; entre el agua no podía ver quien era y me agarraba sin saber nada. Muy de cerca vi la cara de mi hermano, que me sacaba a flote al tiempo que me liberaba de las redes que, cada vez más, tiraban para el fondo. Suso era un gran nadador, casi cruzaba desde Zopazos hasta la playa buceando, alto y fuerte, en el mar no había nadie que le ganara.
Me llevó desmayada, sin sentido, hasta la barca de papá y allí me subieron. Me sacaron el agua de dentro pero no había tragado casi nada, más bien lo que hice fue como vomitar. Me desperté y vi como papá lloraba del susto, pero me pareció que mamá miraba para mí hasta con mala cara. Los pequeños se abrazaban a mí, tirados alrededor de mi cuerpo en la parte de atrás del bote.
Enseguida llegamos al muelle. Yo me tumbé allí, al sol, recuperando fuerzas, y entre las cepas del puente vi de repente como subía la Virgen del Carmen del medio del mar. Era como un milagro, como si Nuestra Señora hubiese estado con nosotros, vigilando, pendiente de que no pasara nada, y que después hubiese recorrido el fondo de las aguas para comprobar que no había nadie ahogándose. El mar se reflejaba en ella y el agua hacía brillar sus dorados y su manto, todo bordado en plata.
Después vi como, poco a poco, la imagen se acercaba a la rampa y desembarcaba en las escaleras. Parecía cosa de brujas o algo así, mágico. Un oleaje súbito la levantó del agua y la dejó de pie en medio del muelle. La gente estaba asombrada, era como un milagro, y como no había pasado nada gracias a Dios, la alegría era grande. El párroco y los curas que lo acompañaban empezaron a cantarle un himno muy bonito, todo el pueblo se acercó a besarle el manto y se hizo una misa preciosa, con la banda municipal tocando el Salve Regina de Haendel, un oficio digno de aquel milagro que Nuestra Señora nos había hecho en el día de la Virgen del Carmen.