Desaparece la vida de todas las imágenes. Este es el paisaje de mis veranos. Pantalón corto. Costra en las rodillas. Sobre las púas de los árboles que cubren el suelo del jardín de una casa de piedra, una familia celebra una fiesta. La sangría se enfría en jarras de cristal llenas de hielo. Rojo, naranja, limón. Recuerdo rostros en un año indefinido de mi juventud. Uno lleva una mochila a la espalda y botas y yo le sigo. Tiene el pelo claro de las buenas familias y me coge de la mano. Dice vamos a perdernos. Dice yo conozco este lugar. Ahora los senderistas se juntan en la puerta de las cantinas. Los pómulos quemados por el sol. Son hombres y mujeres de montaña. Todos vienen del valle donde los mataron. Pero están sonriendo y no paran de hablar. Un disparo lo cambia todo y, a la vez, no cambia nada. La línea del futuro sigue su constante avance hacia la sombra. Un disparo y todos se mueren dentro de una familia. Porque ya nunca se cierra la carne que se abre. No se cose la tela que se rasga.
Tres hombres murieron delante del talud de montaña donde cantábamos cuando éramos jóvenes. La canción que pensábamos que nos hablaba de aquello. Cuando teníamos los mismos años que tenían los tres. A solo unos metros y algo más de dos décadas de distancia. Donde acampamos y nos perdimos del grupo. Fue junto a este árbol o fue en el coche junto al cementerio. La memoria no llega si no es avisada.

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