CARABANCHEL
Julio de
1975
Daniel
aguanta una náusea cuando sacude y estira la manta sobre el colchón y se
remueve el aire de la celda. El trapo no está más limpio que lo demás, pero al
menos no tocará esa gomaespuma llena de manchas y restos de fluidos con su
propio cuerpo, sucio también. Le duelen todavía los golpes. Se levanta el
jersey y ve los moratones que tiene en el costado, que amarillean en los bordes
poco a poco. Se imagina desfigurado y se pasa la mano por la cara, los pómulos,
el bigote y la mandíbula, no sabe qué aspecto tiene. Ya no lleva las gafas.
También se pasa la lengua por los huecos nuevos de la dentadura. Daniel se ha
esforzado por grabar en su memoria las caras de todos esos agentes que lo han
torturado. No los quiere olvidar nunca, sea lo que sea que signifique ahora la
palabra «nunca». Recuerda muy bien a todos los que lo retuvieron durante más de
una semana en aquellos otros sótanos, y suma a estos diez o doce rostros nuevos
que le han desnudado dos veces antes de llevarlo a esa celda de castigo. Qué
creen que puedo seguir llevando encima, piensa. Rígidas normas de la autoridad
y la burocracia: se conduce a los detenidos a punta de metralleta contra la
cara en un coche hasta la prisión, se registra a los presos de arriba abajo y
hasta la ropa interior, se rellenan formularios, se firman papeles y se procede
con todos los trámites que exige el orden.

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