Prólogo
La acogida excepcional que, hace
cinco años, obtuvo la compilación de artículos aparecidos con el título de El
dardo en la palabra1, me ha movido a reunir en otro volumen el conjunto de los
que he publicado durante los cuatro últimos años en el diario madrileño El
País. Lo hago con el deseo de que, juntos en un libro, se salven de la
volatilidad aneja a la prensa y sean fácilmente consultables por los lectores.
Procurar que el idioma mantenga
una cierta estabilidad interna es sin duda un empeño por el que vale la pena
hacer algo, si la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de
comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más
elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de
entenderse. Pero la estabilidad absoluta de ese sistema es imposible y, si lo
fuera, resultaría gravemente nociva para los hablantes: por el lenguaje
entramos en contacto con el mundo nuevo que sobreviene constantemente y al que
la sociedad debe incorporarse para no quedar demasiado lejos de la vanguardia
humana. Por ello, los idiomas cambian, inventando voces, introduciendo las de
otros o modificando las propias, lo cual produce una fluctuación, a veces
fuerte, del sistema lingüístico

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