Una noche Skippy y Ruprecht están echándose una carrera de comer donuts cuando a Skippy se le pone la cara morada y cae de la silla. Es un viernes de noviembre y Ed’s sólo está medio lleno; si Skippy hace ruido al desplomarse, nadie presta atención. Al principio, ni Ruprecht se preocupa demasiado; más bien se alegra, pues eso implica que él, Ruprecht, ha ganado la carrera, la decimosexta seguida, lo cual le acerca un paso más al récord de todos los tiempos en poder de Guido «el Glándulas» LaManche, promoción del Seabrook College del 93.
Aparte de ser un genio, cosa de
la que no cabe duda, Ruprecht no tiene mucho más a su favor. Mofletudo como un
hámster y con un problema crónico de peso, se le dan mal los deportes y la
mayoría de las facetas de la vida no relacionadas con complicadas ecuaciones
matemáticas; por eso saborea tanto las victorias en atracones de donuts, y por eso,
aun cuando Skippy lleva en el suelo casi un minuto entero, Ruprecht sigue en su
silla, aguantando la risa y diciendo por lo bajo, exultante, «Sí, sí»; hasta
que la mesa se sacude y su Coca-Cola sale volando, y nota que algo va mal.
Skippy se retuerce en silencio
sobre las baldosas de debajo de la mesa. «¿Qué pasa?», dice Ruprecht, pero no
recibe respuesta. Skippy mira con ojos desorbitados y de la boca le sale una
sibilancia sepulcral; Ruprecht le afloja la corbata y le desabotona el cuello,
pero eso no parece aliviarle, sino que de hecho la respiración, las
convulsiones, la mirada de ojos muy abiertos sólo empeoran, y Ruprecht siente
un hormigueo en la nuca.

No hay comentarios:
Publicar un comentario