Nuestra sabiduría empieza donde termina la del autor. Nos gustaría que nos diera respuestas, cuando lo único que puede hacer es darnos deseos.
MARCEL
PROUST, Sobre la lectura
Estoy
en los albores de mi vida, virgen de toda experiencia, me llamo V., y a mis
cinco años espero el amor.
Los
padres son una muralla para sus hijas. El mío solo es una corriente de aire.
Más que una presencia física, recuerdo el aroma a vetiver que impregna el
cuarto de baño por la mañana; objetos masculinos aquí y allá; una corbata; un
reloj de pulsera; una camisa; un mechero Dupont; una manera de sujetar el
cigarrillo, entre el índice y el corazón, bastante lejos del filtro; una forma
de hablar siempre irónica, tanto que nunca sé si bromea o no. Se marcha
temprano y vuelve tarde. Es un hombre ocupado. Y también muy elegante. Sus
actividades profesionales cambian demasiado deprisa para que llegue a entender
en qué consisten. En la escuela, cuando me preguntan por su profesión, soy incapaz
de contestar, aunque obviamente, dado que el mundo exterior lo atrae más que la
vida doméstica, es una persona importante. Al menos es lo que imagino. Sus
trajes siempre están impecables.
Mi
madre me concibió a la temprana edad de veinte años. Es guapa, con el pelo de
un rubio escandinavo, la cara dulce, los ojos azul claro, una figura esbelta
con curvas femeninas y una bonita voz. Mi adoración por ella no tiene límites.
Es mi sol y mi alegría.
Mis
padres hacen buena pareja, mi abuela suele repetirlo aludiendo a sus físicos de
cine. Deberíamos ser felices, pero los recuerdos de nuestra vida en común, en
el piso en el que vivo brevemente la ilusión de una familia unida, son una
auténtica pesadilla.

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