2 de enero. Jim dice que jamás seré capaz de escribir prosa. Por supuesto tampoco verso. Dice que, si estas notas tienen algún interés, es porque en gran medida tratan de su vida. Solo puedo darle la razón.
Todo el mundo habla del poeta
menor, pero nadie del filósofo menor. Soy yo. De qué me sirve pensar tanto si
no tengo el talento ni la inteligencia necesarios para comunicar mi
pensamiento.
4 de enero. Papi ha pasado toda
la noche sentado junto al fuego, revisando papeles y suspirando. Ha sido una de
sus grandes noches; creo que ha estado llorando. Me enferma. Casi lo prefiero
borracho.
Esta familia es un barco a la
deriva. O mejor un tren, cuesta abajo y sin frenos. Ya no se salva nadie.
La vida de Poppie está
perfectamente arruinada: ella sustituye a madre. La de las niñas lo estará
pronto: todas ellas (quitando quizá a Mabel, que es la protegida de papi) irán
a un convento. Charlie es un putero y un meapilas. Yo apenas soy algo.
En las Noches de Lucidez –así las
llamamos Jim y yo– papi promete cosas. Promete un trabajo estable, promete la
alimentación regular de sus hijos, promete dejar de beber. En noches así, es
fácil sacarle un par de chelines, pero hay que saber aprovechar la ocasión.
Hoy, Jim se me adelantó. Consiguió un puñado de monedas y hasta lo abrazó; los
vi desde la escalera. Luego fue hasta la puerta haciendo una torre sobre la
palma de la mano, me guiñó un ojo y se marchó dando saltos de alegría. La
hipocresía de Jim no conoce límites. Ahora, mientras escribo esto, tres de la
madrugada, estará tirado sobre la barra de algún bar, o lanzando uno de sus
discursos junto a O. G., aburriendo a un puñado de patanes con sus lecciones de
prosodia.
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