Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

SI ES NO




Una súplica para Eros, Siri Hustvedt, p. 70

Los convencionalismos decimonónicos del cortejo se han visto en gran medida desmontados en la segunda mitad de nuestro siglo, lo que ha deformado los códigos existentes. La gente tarda más en casarse. La importancia de la virginidad en las mujeres ya no es la misma. Las solteras trabajan, y nadie pretende que renuncien a su empleo cuando se casan. Los hombres han tenido que digerir toda una nueva serie de normas que, sin embargo, aún poseen tintes de las viejas. Después de todo, las personas aún se cortejan. Aún persiguen una u otra forma de romance -ya sea largo o corto-, y todas andan por ahí interpretando o malinterpretando las intenciones de los demás. Claramente, la Regla de Antioquía era una respuesta al caos del cortejo, a la vez que un modo de estructurar lo que parecía desbaratado, pero aún reina la ambigüedad, no sólo en la interpretación sino incluso en el propio deseo. Existen personas, y todos las hemos conocido, incapaces de decidirse. Hay personas que dicen que no cuando quieren decir que sí y que sí cuando quieren decir que no. Hay personas que quieren decir exactamente aquello que dicen y en el momento que lo dicen, para poco después desear haber dicho lo contrario. Hay personas que sucumben a la presión sexual a causa de un ansia malentendida por agradar o incluso de la compasión. Pretender que la ambigüedad no existe en las relaciones sexuales sería simplemente una estupidez.

Y luego están los momentos de interrupción: esos muros que bloquean el deseo. En la universidad, yo andaba completamente loca por un chico, pero cuando me besaba había algo en su nariz, algo relacionado con su aparente suavidad desde aquel ángulo, que me disgustaba. A mi entender, aquella nariz necesitaba más cartílago, así que mantenía los ojos cerrados. Conozco a una mujer que se enamoró de un hombre en una fiesta. Se enamoró de él rápidamente y con fuerza. Ambos regresaron al apartamento de ella presos de una fiebre erótica, besándose locamente y arrojando las prendas de vestir por doquier, hasta que la mujer dirigió la mirada al otro extremo de la habitación y vio la ropa interior del otro. Si no recuerdo mal, se trataba de la versión masculina de una braga de bikini, y al verla la atracción de ella se desvaneció súbita e irrevocablemente. Tuvo que decirle al pobre hombre que se fuera. No había explicación posible. ¿Qué podía decirle? ¿Me horrorizan tus calzoncillos?

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