Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA LAPIDA 735

Es una mañana oscura. El frío se ha aplacado. He venido a traerle una rosa a JLB. El cementerio está en la zona de Pleinpalais, no muy lejos del Gran Teatro. Soy el único caminante por esas sosegadas callejas y estos amplios, sosegados jardines. El viento arranca un rumor continuo de los árboles. Me acuerdo de aquel cuento súbito antologado por el propio Borges en su Antología de la literatura fantástica: un solo hombre queda vivo en la Tierra; de repente llaman a la puerta. Me sentiría el único hombre vivo de Ginebra si esta mañana no se me hubiera ocurrido mirarme en el espejo: me dio la impresión de estar desdibujándome. No me cuesta demasiado encontrar el lugar donde está enterrado Borges, bajo una piedra blanca clavada en la tierra y sin pulir. Una lápida rúnica. La suya es la tumba número 735. En la cara delantera, el nombre del escritor arriba, en el centro siete guerreros grabado encerrados en un círculo, como una moneda extraña. Debajo hay una inscripción vikinga: “… and ne forhtedon na”. Significa: “.. y que no temieran nada”. En el reverso de la lápida hay un verso de la Volsunga Saga que Borges utilizó como cita con la que abrir su relato Ulrica. Dice: “Hann tekr sverthit Gramo k legar i methal tierra bert”, O sea: “Empuña su espada y la sitúa entre los dos desnudo”. También hay una nave vikinga y una dedicatoria: “De Ulrica a Javier Otálora”. La adivinanza tiene fácil solución. Basta leer el cuento de Borges y confundir los nombres, leer Borges donde dice Otálora y Maria Kodama donde diga Ulrico. Dejo mi rosa entre las flores que guardan el sueño de Borges, ese sueño que transitamos todos, y le deseo suerte, le deseo que no lo maltraten ni abrumen los cientos de profesores y entendido que en aquel año inminente de 1999, centenario de su nacimiento, van a acercarse a su obra con afanes forenses, y le agradezco las cientos de horas de placer e inquietud que le debo, los muchos versos suyos que le acompañan, las decenas de escritores a los que me acerqué porque él me los recomendaba.
Vive la vía, de Juan Bonilla, p. 81-83.

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