De Chet Baker piensa en su arte de Vila-Matas, p. 208
A pie de foto, Sophie había escrito: «Y yo, por mi parte, te envío un retrato de mi madre. Es el que ha elegido para que figure en su tumba y que irá acompañado de este epitafio: Ya empezaba a aburrirme. Te envío su foto porque de alguna forma ella se interpone entre la isla de Pico y yo. Me han dicho que estarás el 16 de marzo en París. Tal vez entonces podamos vernos».
Tenía que ir, en efecto, el16 de marzo al Salón del Libro de París. Pero ese día aún quedaba lejos. Me pareció que debía esperar demasiado para ese reencuentro. Era -pensé- como si estuviéramos destinados ella y yo a comunicamos con cuentagotas. Pero ¿ qué otra cosa podía hacer? Aunque estar inactivo me ponía nervioso, no podía matar a su madre para que Sophie comenzara a pasar a la acción y llevara a cabo su viaje.
Escribí en mi cuaderno rojo: Hay alguien en París que quiere que descubra que ya no quiero escribir. Y lo intenta, además, con una perversidad desaforada. Tendré que escribir sobre eso para poder seguir escribiendo.
Unos días después, decidí atreverme a enviarle a Sophie un nuevo e-mail que tal vez pudiera desbloquear algo –no me hice demasiadas ilusiones al respecto- la situación en la que me encontraba. Y escribí: La vida es un proceso de demolición (Francis Scott Fitzgerald).
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 287. ABSOLUCION / LUIS LANDERO
¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, piensa mientras se afeita y observa en el espejo su cara radiante de felicidad. Porque es de felicidad, no hay duda, y en ese caso tenían razón los otros, los enterados, los sabios, los expertos. Todo era cuestión de esperar, de ir madurando, de encontrar tu ritmo, de no perder la fe, se lo habían dicho sus padres, sus profesores, sus amigos, sus novias, se lo habían dicho Montaigne y Bertrand Russell y los viajeros anónimos con los que emparejaba el paso en el camino de la vida, que tuviera paciencia, que no hiciera un drama del más pequeño contratiempo, que fuese reconciliándose consigo mismo y con el prójimo y ya vería como al final encontraba su lugar en el mundo. Y ahora, en efecto, lo había encontrado, había surgido casi sin buscarlo, como un obsequio del destino. O mejor, una ofrenda. No, quizá el mundo no es tan azaroso y contingente como a ti siempre te ha gustado creer. y era curioso. Porque a lo largo de su vida había conocido a todo tipo de gente que no era feliz pero que sin embargo sabía indicar muy bien la senda que lleva a la felicidad. Haz esto, te decían, o haz lo otro, ve por allí, no se te ocurra tomar aquel atajo, ten cuidado no vayas a caer en aquel hoyo o a tropezar en esa piedra, no comas de esa fruta, de esa fuente puedes beber pero de aquella
LA SOLEDAD DEL ARTISTA
De Chet Baker piensa en su arte, de E Vila-Matas, p.70-71
Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando -extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte, regresó a Umbertha y 10 hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al aspirar las haches, yeso le reportó a Anatol la inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros.
Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando -extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte, regresó a Umbertha y 10 hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al aspirar las haches, yeso le reportó a Anatol la inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros.
NI SON NARANJAS NI SON LIMONES NI PERAS, SON TOMATES
De Sodoma y Gomorra, de Marcel Proust, p.273-274 (Lumen)
Estábamos. Albertine y yo, deJante de la estación en Balbec del tren de vía estrecha. Por el mal tiempo, habíamos ido en el ómnibus del hotel. No lejos de nosotros estaba el Sr. Nissim Bernard, quien tenía un ojo a la funerala. Hacía poco que engañaba al niño de los coros de Aratía con el mozo de una granja bastante acreditada de la vecindad, Los cerezos. Aquel muchacho pelirrojo, de facciones abruptas, parecía enteramente tener un tomate por cabeza. Un tomate exactamente semejante servía de cabeza a su hermano gemelo. Para el contemplador desinteresado, esos parecidos perfectos de dos gemelos presentan una particularidad bastante hermosa: la de que la naturaleza, como si se hubiera industrializado momentáneamente, parece dar productos iguales. Por desgracia, el punto de vista del Sr. Nissim Bemard era diferente y ese parecido era sólo exterior. El tomate n." 2 disfrutaba con frenesí haciendo las delicias de las señoras, el tomate n. 1 no detestaba condescender a los gustos de ciertos señores. Ahora bien, siempre que el Sr. Bernard -sacudido, como por un reflejo, por el recuerdo de los buenos momentos pasados con el tomate n." 1- se presentaba en Los cerezos, miope (y, por lo demás. no era necesaria la miopía para confundirlos), el viejo israelita, interpretando sin saberlo el papel de Anfitrión, se dirigía al hermano gemelo y le decía: «¿Quieres que quedemos para esta tarde?». Al instante recibía una sólida «tunda». Llegó incluso a renovarse durante una misma comida, en la que continuaba con el otro el diálogo comenzado con el primero. A la larga, acabó cogiendo tal asco -por asociación de ideas- a los tomates, incluso los comestibles, que, siempre que oía a un viajero pedirlos a su lado, en el Grand-H6tel, le susurraba: «Discúlpeme, señor, que me dirija a usted sin conocerlo, pero he oído que pedía usted tomates. Hoy son pésimos . Se lo digo por su bien, pues a mí me es igual, nunca los como». El forastero agradecía con efusión a aquel vecino filántropo y desinteresado, volvía a llamar al camarero y fingía haber cambiado de opinión: «No, la verdad es que no: tomates, no».Aimé, que ya se conocía la escena, se reía solo y pensaba: "Es un viejo astuto el Sr. Bernard, ya ha encontrado de nuevo la forma de hacer cambiar el pedido».
Estábamos. Albertine y yo, deJante de la estación en Balbec del tren de vía estrecha. Por el mal tiempo, habíamos ido en el ómnibus del hotel. No lejos de nosotros estaba el Sr. Nissim Bernard, quien tenía un ojo a la funerala. Hacía poco que engañaba al niño de los coros de Aratía con el mozo de una granja bastante acreditada de la vecindad, Los cerezos. Aquel muchacho pelirrojo, de facciones abruptas, parecía enteramente tener un tomate por cabeza. Un tomate exactamente semejante servía de cabeza a su hermano gemelo. Para el contemplador desinteresado, esos parecidos perfectos de dos gemelos presentan una particularidad bastante hermosa: la de que la naturaleza, como si se hubiera industrializado momentáneamente, parece dar productos iguales. Por desgracia, el punto de vista del Sr. Nissim Bemard era diferente y ese parecido era sólo exterior. El tomate n." 2 disfrutaba con frenesí haciendo las delicias de las señoras, el tomate n. 1 no detestaba condescender a los gustos de ciertos señores. Ahora bien, siempre que el Sr. Bernard -sacudido, como por un reflejo, por el recuerdo de los buenos momentos pasados con el tomate n." 1- se presentaba en Los cerezos, miope (y, por lo demás. no era necesaria la miopía para confundirlos), el viejo israelita, interpretando sin saberlo el papel de Anfitrión, se dirigía al hermano gemelo y le decía: «¿Quieres que quedemos para esta tarde?». Al instante recibía una sólida «tunda». Llegó incluso a renovarse durante una misma comida, en la que continuaba con el otro el diálogo comenzado con el primero. A la larga, acabó cogiendo tal asco -por asociación de ideas- a los tomates, incluso los comestibles, que, siempre que oía a un viajero pedirlos a su lado, en el Grand-H6tel, le susurraba: «Discúlpeme, señor, que me dirija a usted sin conocerlo, pero he oído que pedía usted tomates. Hoy son pésimos . Se lo digo por su bien, pues a mí me es igual, nunca los como». El forastero agradecía con efusión a aquel vecino filántropo y desinteresado, volvía a llamar al camarero y fingía haber cambiado de opinión: «No, la verdad es que no: tomates, no».Aimé, que ya se conocía la escena, se reía solo y pensaba: "Es un viejo astuto el Sr. Bernard, ya ha encontrado de nuevo la forma de hacer cambiar el pedido».
SOBRE EL FINNEGANS
Cita de Eduardo Lago en Chet Baker piensa en su arte de E Vila-Matas, p.279
Finnegans Wake es como si después del sí que cierra Ulises hubiera caído sobre el mundo la noche de los tiempos. Molly Bloom y todos los personajes que recorrieron Dublín durante 24 horas se han quedado dormidos, mientras sobre el mundo desciende la neblina del sueño. Fuera del texto del Ulysses se escuchan ecos que buscan reunirse en un nuevo libro. El efecto de Finnegans Wake es como si se hubieran condensado en sus páginas todo lo que se habla en todas las tabernas, en las redacciones de los periódicos, en las alcohas y en los cementerios de Dublín, tal y como lo reciclan los dublineses mientras sueñan. La ciudad dormida es evocada en un sueño que es propiedad de una colectividad de soñadores, cuyos sueños saltan de un lecho a otro sin que nadie se despierte. Insomne, Joyce atrapa fragmentos de sueño con un cazamariposas, clavando en las páginas del libro el eco de canciones chistes, chismorreos, falsedades, historias, disquisiciones académicas y discursos retóricos. Se provoca así un movimiento dirigido a la consecución de una serie de imposibles, como comunicar el silencio a través de baladas.
Finnegans Wake es como si después del sí que cierra Ulises hubiera caído sobre el mundo la noche de los tiempos. Molly Bloom y todos los personajes que recorrieron Dublín durante 24 horas se han quedado dormidos, mientras sobre el mundo desciende la neblina del sueño. Fuera del texto del Ulysses se escuchan ecos que buscan reunirse en un nuevo libro. El efecto de Finnegans Wake es como si se hubieran condensado en sus páginas todo lo que se habla en todas las tabernas, en las redacciones de los periódicos, en las alcohas y en los cementerios de Dublín, tal y como lo reciclan los dublineses mientras sueñan. La ciudad dormida es evocada en un sueño que es propiedad de una colectividad de soñadores, cuyos sueños saltan de un lecho a otro sin que nadie se despierte. Insomne, Joyce atrapa fragmentos de sueño con un cazamariposas, clavando en las páginas del libro el eco de canciones chistes, chismorreos, falsedades, historias, disquisiciones académicas y discursos retóricos. Se provoca así un movimiento dirigido a la consecución de una serie de imposibles, como comunicar el silencio a través de baladas.
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