BORGES, LOS ESPEJOS Y LOS OTROS
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y los laberintos. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de “Las siete maravillas del mundo”, le inspiraba el temor a una “casa sin puertas” en cuyo centro lo esperaba un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
[…]
Lo mismo ocurría en el terreno de la literatura, donde era más sencillo achacar sus opiniones a una cuestión de simpatía o de capricho. Uno podía construir una historia perfectamente aceptable de la literatura basándose sólo en los autores que él despreciaba: Austen, Goethe, Rabelais, Flaubert, Calderón, Stebdhal, Zweig, Maupassant, Bocaccio, Proust, Zola, Balzac, Galdós, Lovecraft, Warthon, Nerura, Carpentier, T Mann, G Márquez, J Amado, Tolstoi, Lope de Vega, Lorca, Pirandello… Superados los experimentos de su juventud, a Borges no le interesaba la novedad por la novedad. Afirmaba que un escritor no debía tener la descortesía de sorprender al lector. Para él, la literatura debía permitir conclusiones al mismo tiempo asombrosas y obvias. Luego de recordar que Ulises, harto ya de prodigios, lloró ante la visión de su verde Itaca, concluía que “el arte es esa Itaca: de verde eternidad, no de prodigios”.
Con Borges, de Alberto Manguel
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