Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

MELANCOLIA

Aquí estoy, JS Foer, p. 56-57
terminarían siendo tan convencionales: se compraron un segundo coche (y un segundo seguro de coche); se apuntaron a un gimnasio con una oferta de clases que ocupaba veinte páginas; dejaron de preparar la declaración de la renta ellos mismos; de vez en cuando hacían que el camarero se llevara una botella de vino después de probarla; se compraron una casa con dos lavamanos contiguos en el baño (Y contrataron un seguro de hogar); multiplicaron por dos sus artículos de aseo personal; mandaron construir un cubículo de teca para los contenedores de basura; cambiaron el horno por otro más bonito; tuvieron un hijo (y contrataron un seguro de vida); se hicieron mandar vitaminas desde California y colchones desde Suecia; compraron prendas orgánicas cuyo precio y amortización, teniendo en cuenta el número de veces que habían sido utilizadas, los obligaban a tener otro hijo. Tuvieron otro hijo. Se preguntaron si una alfombra conservaría su valor, y se informaron acerca de qué era lo mejor de cada cosa  aspiradoras Miele, licuadoras Vitamix, cuchillos Misono, pintura Farrow and Ball), y consumieron cantidades freudianas de sushi, y trabajaron todavía más para poder pagar a la gente más preparada para que cuidara a sus hijos mientras ellos trabajaban. Y tuvieron otro hijo. . .
Sus vidas internas quedaron abrumadas de tanto vivir, no sólo por el tiempo y la energía que requería una familia de cinco miembros, sino también por todos esos músculos que desarrollaron y por los que se fueron debilitando. El autocontrol de Julia con los niños alcanzó proporciones de omnipaciencia, al tiempo que su capacidad de comunicarse con su marido se vio reducida a mensajes de texto con los Poemas del Día. El truco de magia preferido de Jacob, consistente en quitarle el sujetador a Julia sin utilizar las manos, se vio reemplazado por una habilidad tan impresionante como deprimente montando parques infantiles mientras subía por las escaleras. Julia podía cortarle las uñas a un recién nacido con los dientes y dar el pecho mientras hacía una lasaña, arrancar astillas sin pinzas ni dolor, lograr que los niños le suplicaran el peine antipiojos y dormidos con un masaje en la frente, pero se le olvidó cómo tocar a su marido. Jacob les explicaba a los niños la diferencia entre prejuicio y perjuicio, pero ya no sabía cómo hablarle a su mujer.

Los dos alimentaban sus vidas íntimas en privado –Julia diseñaba casas para ella; Jacob trabajaba en su biblia y se compró un segundo teléfono- y entraron en un ciclo destructivo: en paralelo a la incapacidad de Julia a la hora de comunicarse, Jacob estaba cada vez menos seguro de qué cosas le gustaban y tenía más miedo de quedar en ridículo, con lo que la distancia entre la mano de Julia y el cuerpo de Jacob se hizo todavía mayor, algo para lo que éste no disponía del lenguaje necesario. El deseo se convirtió en una amenaza -un enemigo- a su existencia doméstica.

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