Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

AFECTACION

Pretenciosidad, Dan Fox, p. 135
Es un axioma que la pretenciosidad no le sienta bien a nadie. Pero medimos su calibre con instrumentos sesgados. Los criterios con los que calibramos la autenticidad y la pretenciosidad varían notablemente. Los críticos de la pretensión acuden a palabras como «lógica», «razón» y “los hechos» para hacer que sus valoraciones parezcan objetivas. El fiscal que acusa de pretensión -y que, como es obvio, se considera a sí mismo un dechado de realismo en posesión de una inteligencia cultivada y esclarecida- considera que en alguna parte del mundo existe un  artículo genuino que la cosa o persona pretenciosa aspira a ser sin lograrlo porque se queda corta o exagera.

La pretensión es el nombre de la galería de paredes blancas. de elegante estética minimalista, en la que resolvemos a tortazos nuestras diferencias sobre cuestiones de clase o de juicio. Enfrenta al amateur con el profesional en un juego amañado por la tradición los títulos y la validación institucional. Pincha la palabra «pretencioso» y saldrá en tropel todo un bestiario de ansiedades de clase: el temor a que se te suban los humos y la vigilancia policial que se ejerce contra todo sospechoso de intentar abandonar sus orígenes sociales. La palabra se retuerce hasta amoldarla a nuestras respuestas emocionales con respecto a las desigualdades económicas o sociales y se emplea como contraseña en discusiones sobre la autenticidad, el elitismo y el populismo. En las artes, la pretenciosidad es el marchamo de brujería que emplean los mandarines culturales en sus intrigas para mantener a raya al populacho indeseable. Es una forna de decir que el arte contemporáneo es un «timo» y que las películas con subtítulos son «dificiles», esto es: que no apelan a todo el mundo y que, por lo tanto, deben dirigirse a ese tipo de gente que cree que está por encima del resto. Esa clase de gente a la que le gustan las películas francesas, chinas o mexicanas porque se niegan a dar la cara por el supuesto pragmatismo perspicaz de su patria frente a las pseudointelectualidades que vienen de allende los mares. Quienes no se sienten seguros en el terreno intelectual deslizan la palabra «pretencioso» para cerrar de un portazo cualquier conversación que no pueden seguir, cuando decir sencillamente «no lo sé» o preguntar “¿puedes explicármelo?» habrían sido formas más elegantes de confesar que estaban en la inopia. Machacar a alguien aduciendo que es un pretencioso revela, ironías de la vida, el rastro de una arrogancia vergonzante más que de un ejercicio de humildad. El insulto «pretencioso» se despacha como un eufemismo traicionero de rechazo hacia la diferencia sexual, un sinónimo de «afeminamiento» o «dandismo». Empleada en las discusiones sobre género, sexualidad y raza, la denuncia de pretensión se convierte prontamente en una medida de lo antediluviana que es la mentalidad del acusador. 

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