Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CONRADIANA

De El sueño del celta de Mario Vargas Llosa, p.72-73
La memoria le devolvió a Roger el recuerdo de aquel día de junio de 1890 cuando, transpirando por el húmedo calor del verano que empezaba y fastidiado por las picaduras de los mosquitos que se encarnizaban contra su piel de extranjero, llegó a Matadi ese joven capitán de la marina mercante británica. Treintañero de frente despejada, barbita negrísima, cuerpo recio y ojos hundidos, se llamaba Konrad Korzeniowski y era polaco, nacionalizado inglés hacía pocos años. Contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio con el Alto Congo, venía a servir como capitán de uno de los vaporcitos que llevaban y traían mercancías y comerciantes entre Leopoidville-Kinshasa y las lejanas cataratas de Stanley Falls, en Kisangani. Era su primer destino como capitán de barco y eso lo tenía lleno de ilusiones y proyectos. Llegaba al Congo impregnado de todas las fantasías y mitos con que Leopoldo II había acuñado su figura de gran humanitario y monarca empeñado en civilizar el Africa y librar a los congoleses de la esclavitud, el paganismo y otras barbaries. Pese a su larga experiencia viajera por los mares del Asia y de América, su don de lenguas y sus lecturas, había en el polaco algo inocente e infantil que sedujo a Roger Casement de inmediato. La simpatía fue recíproca, pues, desde ese mismo día en que se conocieron hasta tres semanas después, en que Korzeniowski partió en compañía de treinta cargadores por la ruta de las caravanas hacia LeopoldvilleKinshasa, donde debía tomar el mando de su barco Le Roi des Beiges, se vieron mañana, tarde y noche.
Hicieron paseos por los alrededores de Matadi, hasta la ya inexistente Vivi, la primera y fugaz capital de la colonia, de la que no quedaban ni los escombros, y hasta la desembocadura del río Mpozo, donde, según la leyenda, los primeros rápidos y saltos de Livingstone Falis y el Caldero del Diablo habían detenido al portugués Diego Cao, hacía cuatro siglos. En la llanura de Lufundi, Roger Casement le enseñó al joven polaco el lugar donde el explorador Henry Morton Stanley construyó su primera vivienda, desaparecida años después en un incendio. Pero, sobre todo, conversaron mucho y de muchas cosas, aunque, principalmente, de lo que ocurría en ese flamante Estado Independiente del Congo que Konrad acababa de pisar y donde Roger llevaba ya seis años. A los pocos días de amistad el marino polaco se había hecho una idea muy distinta de la que traía sobre el lugar donde venía a trabajar. Y, como dijo a Roger al despedirse, en el amanecer de ese sábado 28 de junio de 1890, rumbo a los Montes de Cristal, «desvirgado». Así se 1o dijo, con su acento pedregoso y rotundo: «Usted me ha desvirgado, Casement. Sobre Leopoldo II, sobre el Estado Independiente del Congo. Acaso, sobre la vida». Y repitió, con dramatismo: «Desvirgado».

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