CAPÍTULO 1
Caballeros en mulas y a su buen paso de andadura, iban dos hombres por aquel camino viejo que, atravesando el monte, remataba en Viana del Prior. A tiempo de anochecer entraban en la villa espoleando. Las mujenicas que salían del rosario, viéndoles cruzar el cementerio con tal prisa, los atisbaron curiosas sin poder reconocerlos, por ir encapuchados los jinetes con las corozas1 de juncos que usa la gente vaquera en el tiempo de lluvias, por toda aquella tierra antigua. Pasaron los jinetes con hueco estrépito sobre las sepulturas del atrio, y las mujerucas quedáronse murmurando apretujadas bajo el porche, ya negro a pesar del farol que alumbraba el nicho de un santo de piedra. Voces de viejas murmuraban bajo el misterio de los manteos:
—iSon las caballerías del palacio!
—Esperaban, días hace, al señor mi Marqués. Viene para levantar una guerra por el rey Don Carlos.
—iY el sacristán de las monjas espareció!
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 268. EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS / JOSEPH CONRAD
El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos, el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa, contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en lo que se puede confiar. Era difícil comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos, el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa, contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en lo que se puede confiar. Era difícil comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos
DIOS Y TODO ESO
De The Sunset Limited, de Cormac McCarthy, p.92-93
BLANCO (secamente): Yo no creo en Dios. ¿Tan difícil es de entender? Mire a su alrededor, hombre. ¿Es que no lo ve? El griterío de los que sufren lo indecible debe de ser para él el más agradable de los sonidos. Y detesto estas discusiones. Lo del ateo de la aldea cuya sola pasión es vilipendiar sin descanso aquello cuya existencia niega de entrada. Ese compañerismo, esa hermandad que usted defiende es una hermandad de dolor y punto. Y si ese dolor fuese colectivo de verdad y no meramente reiterativo, su propio peso arrancaría el mundo de los muros del universo y lo lanzaría en llamas a través de la noche que aún pueda ser capaz de engendrar hasta que no quedase de él ni ceniza siquiera. ¿La justicia? ¿La fraternidad? ¿La vida eterna? No me fastidie, hombre. Dígame una religión que prepare al hombre para la muerte. Para la nada. A esa secta quizá sí me apuntaría. Su religión lo cifra todo en más vida. Más sueños, ilusiones, mentiras. Si fuera posible proscribir el miedo a la muerte de los corazones humanos, la gente no viviría ni veinticuatro horas. ¿Quién iba a querer esta pesadilla a no ser por miedo al día siguiente? Sobre cada alegría humana pende la sombra del hacha. Todo camino acaba en la muerte. Peor aún. Toda amistad. Todo amor. Tormento, traición, pérdida, sufrimiento, dolor, vejez, humillación, enfermedad horrenda y prolongada y todo ello con un solo final. Para usted como para todas las personas y todas las cosas que ha elegido querer. Ahí está la auténtica fraternidad. Miembros vitalicios, del primero al último. Dice que mi hermano es mi salvación. ¿ Mi salvación? Pues que le den. Que le den por todos lados y de todas las maneras. ¿Me veo reflejado en él? Sí. Es verdad. y lo que veo me repugna. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Puede usted entenderlo?
BLANCO (secamente): Yo no creo en Dios. ¿Tan difícil es de entender? Mire a su alrededor, hombre. ¿Es que no lo ve? El griterío de los que sufren lo indecible debe de ser para él el más agradable de los sonidos. Y detesto estas discusiones. Lo del ateo de la aldea cuya sola pasión es vilipendiar sin descanso aquello cuya existencia niega de entrada. Ese compañerismo, esa hermandad que usted defiende es una hermandad de dolor y punto. Y si ese dolor fuese colectivo de verdad y no meramente reiterativo, su propio peso arrancaría el mundo de los muros del universo y lo lanzaría en llamas a través de la noche que aún pueda ser capaz de engendrar hasta que no quedase de él ni ceniza siquiera. ¿La justicia? ¿La fraternidad? ¿La vida eterna? No me fastidie, hombre. Dígame una religión que prepare al hombre para la muerte. Para la nada. A esa secta quizá sí me apuntaría. Su religión lo cifra todo en más vida. Más sueños, ilusiones, mentiras. Si fuera posible proscribir el miedo a la muerte de los corazones humanos, la gente no viviría ni veinticuatro horas. ¿Quién iba a querer esta pesadilla a no ser por miedo al día siguiente? Sobre cada alegría humana pende la sombra del hacha. Todo camino acaba en la muerte. Peor aún. Toda amistad. Todo amor. Tormento, traición, pérdida, sufrimiento, dolor, vejez, humillación, enfermedad horrenda y prolongada y todo ello con un solo final. Para usted como para todas las personas y todas las cosas que ha elegido querer. Ahí está la auténtica fraternidad. Miembros vitalicios, del primero al último. Dice que mi hermano es mi salvación. ¿ Mi salvación? Pues que le den. Que le den por todos lados y de todas las maneras. ¿Me veo reflejado en él? Sí. Es verdad. y lo que veo me repugna. ¿Entiende lo que quiero decir? ¿Puede usted entenderlo?
TOORENTE BALLESTER EN LA MIRADA DE SU NIETO
De Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, p. 97
Admirar al abuelo en lugar de admirar al padre.
Nada más lejos de la verdad.
La comparación estaba ahí. Cuando en los primeros años ochenta mi padre atravesaba la depresión que lo alejó de la pintura, en alguna noche de insomnio pregunté a mi madre si al final conseguiría recuperarse y ser reconocido, y siempre me aseguró que le pasaría como a mi abuelo, su padre, que consiguió cumplidos los sesenta los honores que antes se le habían negado. Yo la escuchaba, sabedor del mayor tesón de mi abuelo, de la fragilidad de mi padre, pero, pese a los reparos, la comparación se saldaba a favor de él.
Mi abuelo era demasiado seguro, demasiado incontestable ya, demasiado satisfecho de sí mismo, y, pese a su ingente cultura, demasiado provinciano en ciertas cosas intolerables para mi gusto inusitadamente anticonvencional de entonces, mientras que mi padre era un bohemio y ganaba a mi abuelo en eclecticismo, en rebeldía, en curiosidad yen todo lo que un adolescente que lee a Rimbaud puede admirar. Su escasa fortuna, la ausencia del paraguas legitimador del éxito, no socavaba su prestigio ante mí, sino que le otorgaba un aura de romántico malditismo. Ni siquiera los incipientes signos de aburguesamiento, cuando llegaron, representaron un escollo. Los salvaba diciéndome que era reo, como en tantas otras cosas, de deseos ajenos. Que su verdadera naturaleza era otra.
La que quería mía.
Eso naturalmente al principio. Después no.
Admirar al abuelo en lugar de admirar al padre.
Nada más lejos de la verdad.
La comparación estaba ahí. Cuando en los primeros años ochenta mi padre atravesaba la depresión que lo alejó de la pintura, en alguna noche de insomnio pregunté a mi madre si al final conseguiría recuperarse y ser reconocido, y siempre me aseguró que le pasaría como a mi abuelo, su padre, que consiguió cumplidos los sesenta los honores que antes se le habían negado. Yo la escuchaba, sabedor del mayor tesón de mi abuelo, de la fragilidad de mi padre, pero, pese a los reparos, la comparación se saldaba a favor de él.
Mi abuelo era demasiado seguro, demasiado incontestable ya, demasiado satisfecho de sí mismo, y, pese a su ingente cultura, demasiado provinciano en ciertas cosas intolerables para mi gusto inusitadamente anticonvencional de entonces, mientras que mi padre era un bohemio y ganaba a mi abuelo en eclecticismo, en rebeldía, en curiosidad yen todo lo que un adolescente que lee a Rimbaud puede admirar. Su escasa fortuna, la ausencia del paraguas legitimador del éxito, no socavaba su prestigio ante mí, sino que le otorgaba un aura de romántico malditismo. Ni siquiera los incipientes signos de aburguesamiento, cuando llegaron, representaron un escollo. Los salvaba diciéndome que era reo, como en tantas otras cosas, de deseos ajenos. Que su verdadera naturaleza era otra.
La que quería mía.
Eso naturalmente al principio. Después no.
23 F
Entonces, el 23 de febrero de 1981, veinte días después de tu trigésimo cuarto cumpleaños, justo a los cuatro días de su vigésimo sexto aniversario, llegaste a conocerla, te presentaron a la Única, a la mujer que ha estado contigo desde aquella noche de hace treinta años, tu esposa, el gran amor que te asaltó por sorpresa cuando menos lo esperabas, y durante las primeras semanas que estuvisteis juntos, cuando pasabais en la cama buena parte del tiempo, iniciasteis un ritual de leeros cuentos de hadas el uno al otro, algo que seguisteis haciendo hasta que nació vuestra hija seis años después, y enseguida descubristeis el íntimo placer de leeros el uno al otro, con tu mujer escribiendo un largo poema en prosa titulado Leer para ti, cuya decimocuarta y última parte evoca el desigual latir de tu corazón.
De Diario de invierno, p.107
De Diario de invierno, p.107
INCIPIT 267. MARTHA F / NICOLLE ROSEN
Maresfield Gardens,
23 de septiembre de 1946.
Querida señora Huntington-Smith:
Gracias por su amable carta. En este día en que celebramos el séptimo aniversario de la desaparición de mi marido, he recibido numerosas muestras de simpatía, pero la suya me ha conmovido de manera muy especial. ¿Cómo pudo pensar que la había olvidado? Hace siete años, en aquel momento particularmente difícil, su presencia a mi lado me fue, más que ninguna otra, de gran ayuda. Hoy, después de los terribles años de guerra que acabamos de atravesar, y en medio de este aislamiento mío, recibo con gran placer sus noticias desde la lejana América. Aun así, me veo obligada a decepcionarla, pues,
en efecto, me es imposible responder favorablemente a su proposición. Cuando usted me pide que escriba mis memorias, me doy cuenta de que desea un relato de mi vida, y no de la de mi marido.
23 de septiembre de 1946.
Querida señora Huntington-Smith:
Gracias por su amable carta. En este día en que celebramos el séptimo aniversario de la desaparición de mi marido, he recibido numerosas muestras de simpatía, pero la suya me ha conmovido de manera muy especial. ¿Cómo pudo pensar que la había olvidado? Hace siete años, en aquel momento particularmente difícil, su presencia a mi lado me fue, más que ninguna otra, de gran ayuda. Hoy, después de los terribles años de guerra que acabamos de atravesar, y en medio de este aislamiento mío, recibo con gran placer sus noticias desde la lejana América. Aun así, me veo obligada a decepcionarla, pues,
en efecto, me es imposible responder favorablemente a su proposición. Cuando usted me pide que escriba mis memorias, me doy cuenta de que desea un relato de mi vida, y no de la de mi marido.
INCIPIT 266. LA CALLE ESTRECHA / JOSEP PLA
1
Para ir a Torrelles en tren desde Barcelona ha de descnderse en la estación de Marina de Torrelles. En este lugar, y conectado con los principales trenes, existe un servicio de autobuses que, después de un trayecto de doce o trece kilómetros, rinde viaje en la población. Este viaje no sería pesado si los autobuses fuesen suficientes. Durante casi todo el año, sin embargo, y especialmente en verano, estos vehículos transportan mucha más gente de la que flormalmente pueden contener y por ello a menudo es preciso ir de pie o bien encaramado en el aireado techo. En la estación la gente baja del tren, echa a correr y toma el auto por asalto, sin contemplaciones. Yo ignoraba esta característica de mi nuevo país de residencia y por este motivo al penetrar en el autobús he hallado ya todos los asientos ocupados y me he visto obligado a hacer, por consiguiente, el viaje de pie. Así, involuntariamente, he dado la espalda, durante muchos kilómetros, a una señorita morena, de ojos negros, que me ha parecido muy hermosa. Me ha dolido mucho —me ha dolido, sobre todo, dificultar su visibilidad con mi incómoda e
13
Para ir a Torrelles en tren desde Barcelona ha de descnderse en la estación de Marina de Torrelles. En este lugar, y conectado con los principales trenes, existe un servicio de autobuses que, después de un trayecto de doce o trece kilómetros, rinde viaje en la población. Este viaje no sería pesado si los autobuses fuesen suficientes. Durante casi todo el año, sin embargo, y especialmente en verano, estos vehículos transportan mucha más gente de la que flormalmente pueden contener y por ello a menudo es preciso ir de pie o bien encaramado en el aireado techo. En la estación la gente baja del tren, echa a correr y toma el auto por asalto, sin contemplaciones. Yo ignoraba esta característica de mi nuevo país de residencia y por este motivo al penetrar en el autobús he hallado ya todos los asientos ocupados y me he visto obligado a hacer, por consiguiente, el viaje de pie. Así, involuntariamente, he dado la espalda, durante muchos kilómetros, a una señorita morena, de ojos negros, que me ha parecido muy hermosa. Me ha dolido mucho —me ha dolido, sobre todo, dificultar su visibilidad con mi incómoda e
13
ODRADEK
«El más extraño bastardo que la prehistoria haya engendrado en Kafka mediante la culpa es Odradek», escribe W. Benjamín en Angelus Novus [Barcelona], Edhasa, 1971, página 117. El autor se refiere al relato de Kafka. Las preocupaciones de un padre de familia de la colección Un Médico Rural, donde se lee «A primera vista [Odradek] parece un carrete de hilo, chato, con forma de estrella; y es que, en realidad, parece estar cubierto de hilos; claro que se trata solamente de hilos entremezclados, viejos, anudados unos con otros, pero hay también, entremezclados y anudados, hilos de otros tipos y colores. Pero no es simplemente un carrete, sino que del centro de la estrella emerge perpendicular un pequeño palito, y a éste se le agrega otro de ángulo recto. Con este último palito por un lado, y uno de los rayos de la estrella por el otro, el todo puede estarse derecho, como sobre dos patas. ( ... ). [Odradek] «se aloja, según los casos, en desvanes, escaleras, corredores, vestíbulos». Para Benjamin, «es la forma que las cosas asumen en el olvido. Se deforman, se vuelven irreconocibles. Tal es "la preocupación del padre", de quien nadie sabe qué es»
De Infancia en Berlín hacia 1970
De Infancia en Berlín hacia 1970
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
WIKIPEDIA
Todo el saber universal a tu alcance en mi enciclopedia mundial: Pinciopedia