Bosmans había recordado que una palabra, Chevreuse, se repetía en la conversación. Y ese otoño ponían con frecuencia una canción por la radio; la interpretaba un tal Serge Latour. La había oído en el pequeño restaurante vietnamita, vacío, una noche en que estaba con esa a quien llamaban «Calavera».
Douce dame
je rêve souvent de vous...1
Esa noche, «Calavera» había
cerrado los ojos, emocionada aparentemente por la voz del intérprete y la
letra de la canción. Ese restaurante con la radio siempre encendida encima de
la barra estaba en una de las calles entre Maubert y el Sena.
Otras letras de canciones, otros
rostros, e incluso versos que había leído por entonces, se le atropellaban en
la memoria, tantos versos que no podía anotarlos todos:
«El rizo de pelo castaño...» «...
Del bulevar de la Chapelle, del gentil Montmartre y de Auteuil...»
Auteuil. Era ese un nombre que a
él le sonaba de forma muy peculiar. Auteuil. Pero ¿cómo poner en orden todas
esas señales y esas llamadas en morse, que llegaban desde una distancia de más
de cincuenta años, y encontrarles un hilo conductor?



