Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

JAMESIANA

La mecanógrafa de Henry James, Michiel Heyns, p. 145
El señor James le enviaba instrucciones casi a diario sobre aspectos concretos de los prólogos que debía corregir en su ausencia, y en una ocasión le mandó incluso un manuscrito para que lo mecanografiase. De vez en cuando, sus cartas contenían alguna anotación de carácter más personal que constituía un contrapunto a las historias más críticas del señor Fullerton:
París sigue siendo una gran y resplandeciente burbuja de placer y de efectos visuales, mientras que el campo, por su parte -¡bendita parte!- permanece imperturbable e impasiblemente rural, salpicado aquí y allá, como dicta la influencia de la Iglesia o de las clases pudientes, por monumentos que conmemoran una visión más amplia de la vida y de la muerte. Ayer la señora Wharton, el señor Fullerton –a quien recordará sin duda de su visita a Rye el año pasado-y yo, siempre bajo la capaz y autoritaria dirección de Cook, el chófer, fuimos en coche a Beauvais para recrearnos la vista y, en cierto modo, el espíritu con su espléndida catedral, así como para deleitar nuestros cuerpos con el más delicioso petit déjeuner que una hostería francesa puede elaborar. Como recordará, el torbellino nunca ha sido mi forma predilecta de circular, por lo que paseé a mi manera rumiadora, por no decir rumiante, por el deambulatorio de aquella extraordinaria construcción, maravillándome del impulso espiritual que había sido capaz de crear semejante gesto material. La señora Wharton y el señor Fullerton alegaron fatiga y esperaron fuera con su paciencia acostumbrada, pues si yo soy prisionero de la calma y cautivo del lujo, también soy un prisionero y un cautivo caprichoso, al que mantienen en una maravillosa esclavitud de cadenas doradas ...

Cuando no me llevan a toda velocidad por el campo  con gafas de automovilista, un tal monsieur Jacques-Émile Blanche me hace posar (¡sin gafas!) y me habla con sumo talento, mientras pinta, con no menos talento, mi retrato. Por lo que alcanzo a ver, me perfila gordo, rico, inteligente e importante. Resulta sorprendente, a mi edad, descubrirse representable hasta este extremo; ser capaz de constituir, a la informe manera de uno, un sujeto adecuado para un artista tan acostumbrado a los más augustos personajes (Monsieur Blanche acaba de finalizar, con gran éxito, el retrato del muy anguloso Thomas Hardy). Pero quizá el mío sea una mayor prueba de su competencia, ya que demostrará ser capaz de transformar al menos pictórico de los sujetos en algo monumental, por decirlo de algún modo. 

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