
Mario Rota salió a correr a las ocho de la mañana del domingo. En seguida advirtió que un halo de bruma difuminaba la calle: las casas de enfrente, los coches aparcados junto a la calzada y los globos de luz de las farolas parecían dotados de una existencia inestable y borrosa. Hizo algunas flexiones de brazos y piernas sobre el breve rectángulo de césped que se extendía ante la casa; pensó: «Ya está aquí el otoño.» Instintivamente, mientras dando saltos levantaba las rodillas a la altura del pecho, recapacitó; se dijo que apenas había empezado septiembre, y le cruzaron la mente vagas amenazas de catástrofes ecológicas, uno de cuyos primeros síntomas sería, de acuerdo con un conocido semanario italiano que había estado leyendo en el avión, durante el viaje de regreso de las vacaciones, el trastorno gradual de las condiciones climatológicas propias de cada estación del año. Tras esta preocupada reflexión sonrió de un modo casi incongruente; regresó a casa y volvió a salir al cabo de un instante, esta vez con las gafas puestas. Disuelta la bruma, Mario echó a correr por el sendero de lajas grisáceas que discurría entre la calzada y los jardines meticulosos, cercados de
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