Sobre la postura de la Iglesia católica española respecto de la enseñanza de la religión en las escuelas, poco hay que añadir a lo que ya se ha dicho. Entre otras razones, porque la religión cuya enseñanza se reclama -es decir, la religión católica, apostólica y romana- pierde peso específico en España y lleva camino de convertirse en una secta, o una secta de sectas, como la nación de naciones, frente a otras religiones de ámbito mundial e incluso frente a religiones novedosas de fabricación casera, de poco calado filosófico pero mucho ascendiente, encarnadas en unos predicadores energéticos que inspiran y reconfortan a las masas, aunque a los no iniciados nos parezca que se les va la olla.
En fin, es la modernidad y la globalización, y contra ellas no prevalece nada; ni siquiera la Iglesia católica española, especializada en prevalecer.
Sólo queda, pues, decirle adiós y agradecerle los servicios prestados. Porque durante varios siglos la Iglesia tuvo en España el monopolio de la educación y de sus aulas salió la clase dirigente más inculta, perezosa e incompetente del hemisferio occidental. Gracias a esto, este país no se ha visto libre de terribles episodios de violencia y de odio, pero sí de la perturbadora lucha de clases. La historia reciente de los países adelantados está presidida por la disconformidad de la clase trabajadora con la conducta del patrono y del Estado. Sin ir más lejos, estos días arde Francia por el supuesto incumplimiento de la función estabilizadora y justiciera del Gobierno.
Nada de esto ha sucedido en España, donde el pueblo llano a veces se ha irritado con los desplantes del señorito, pero nunca ha pedido responsabilidades a la clase dominante. Si hay crisis económica, se excusan y compadecen los desaciertos de la patronal, y del Estado sólo se espera un empleo fijo en el que encuentren acomodo la ineptitud y la holgazanería que una educación de sotana ha estampado en el genio de la raza o en los genes de la especie.
Por esto es de justicia que ahora, al verse amenazada, la Iglesia católica saque en protesta a la calle a dos millones de personas. O a 100.000, según si la persona que hizo el cómputo aprendió a sumar en un colegio de curas o en la escuela laica de su barrio.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
POR FIN ALGUIEN VALIENTE¡¡¡
Sucesión EDUARDO MENDOZA
EL PAÍS - Última - 07-11-2005
El natural regocijo que el nacimiento de la infanta Leonor ha esparcido a lo ancho de nuestro territorio ha generado, de repente, un acuerdo unánime sobre la reforma del sistema sucesorio, contra la que yo quisiera levantar mi respetuosa voz porque no estoy de acuerdo con la oportunidad de esta reforma ni con la razón en que se basa; es decir, corregir una injusta y arcaica discriminación contra la mujer.
El Rey de España es una persona que ejerce la jefatura del Estado con carácter vitalicio por derecho de nacimiento. Al lado de esta discriminación, el que tenga que ser un hombre, una mujer o un canguro es irrelevante. No soy Robespierre ni esto es terrorismo constitucional. Lo que sucede es que el Rey, con mayúscula, no es una persona, sino una institución. Y en estos tiempos, la Monarquía es una institución que el pueblo soberano se ha dado por propia voluntad y para su conveniencia. Por tanto, lo que hay que considerar es si una reforma de la institución redundaría en beneficio de la ciudadanía o no. Aquí no se trata, pues, de una igualdad de sexos en la que todos estamos más o menos de acuerdo, sino en calibrar qué habría pasado el 23-F si al teléfono de La Zarzuela se hubiera puesto una mujer. O si el papel fundamental que desempeña el Rey de España en las relaciones con América Latina lo podría desempeñar igual una reina. No prejuzgo nada, pero, para qué nos vamos a engañar, la vida es dura. Ya sé que en Holanda hay una reina tras otra, y que a lo mejor vemos a una mujer en el trono imperial del Sol Naciente; pero allí los soberanos son de adorno, y aquí a los nuestros les sacamos un gran rendimiento.
Naturalmente, todo habrá cambiado cuando se produzca el hecho sucesorio que ahora nos ocupa. Pero no sabemos en qué sentido habrá ido ese cambio, y no veo razón alguna para hipotecar ya nuestro futuro manipulando una pieza tan delicada de la maquinaria estatal por un prurito de modernidad simbólica.
No digo que el cambio no sea bueno. Sólo digo que no nos precipitemos, que luchemos por la igualdad donde realmente hace falta y que en su día decidan la reforma quienes hayan de arrostrar las consecuencias. Y hasta entonces, dejemos a la infanta que acaba de nacer reinar tranquilamente en su cunita.
EL PAÍS - Última - 07-11-2005
El natural regocijo que el nacimiento de la infanta Leonor ha esparcido a lo ancho de nuestro territorio ha generado, de repente, un acuerdo unánime sobre la reforma del sistema sucesorio, contra la que yo quisiera levantar mi respetuosa voz porque no estoy de acuerdo con la oportunidad de esta reforma ni con la razón en que se basa; es decir, corregir una injusta y arcaica discriminación contra la mujer.
El Rey de España es una persona que ejerce la jefatura del Estado con carácter vitalicio por derecho de nacimiento. Al lado de esta discriminación, el que tenga que ser un hombre, una mujer o un canguro es irrelevante. No soy Robespierre ni esto es terrorismo constitucional. Lo que sucede es que el Rey, con mayúscula, no es una persona, sino una institución. Y en estos tiempos, la Monarquía es una institución que el pueblo soberano se ha dado por propia voluntad y para su conveniencia. Por tanto, lo que hay que considerar es si una reforma de la institución redundaría en beneficio de la ciudadanía o no. Aquí no se trata, pues, de una igualdad de sexos en la que todos estamos más o menos de acuerdo, sino en calibrar qué habría pasado el 23-F si al teléfono de La Zarzuela se hubiera puesto una mujer. O si el papel fundamental que desempeña el Rey de España en las relaciones con América Latina lo podría desempeñar igual una reina. No prejuzgo nada, pero, para qué nos vamos a engañar, la vida es dura. Ya sé que en Holanda hay una reina tras otra, y que a lo mejor vemos a una mujer en el trono imperial del Sol Naciente; pero allí los soberanos son de adorno, y aquí a los nuestros les sacamos un gran rendimiento.
Naturalmente, todo habrá cambiado cuando se produzca el hecho sucesorio que ahora nos ocupa. Pero no sabemos en qué sentido habrá ido ese cambio, y no veo razón alguna para hipotecar ya nuestro futuro manipulando una pieza tan delicada de la maquinaria estatal por un prurito de modernidad simbólica.
No digo que el cambio no sea bueno. Sólo digo que no nos precipitemos, que luchemos por la igualdad donde realmente hace falta y que en su día decidan la reforma quienes hayan de arrostrar las consecuencias. Y hasta entonces, dejemos a la infanta que acaba de nacer reinar tranquilamente en su cunita.
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