Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DEL MAL

Billy Budd, Hermann Melville
En una lista de definiciones incluida en la auténtica traducción de Platón, una lista a él atribuida, se puede leer: “Depravación natural: depravación conforme a naturaleza”. Se trata de una definición que, aunque con cierto sabor calvinista, de ningún modo extiende el dogma de Calvino a toda la humanidad. Evidentemente, sólo se entiende aplicable a seres humanos aislados. El patíbulo y la cárcel ofrecen pocos ejemplos de este tipo de depravación. En todo caso, para encontrar ejemplos notables, dado que se trata de personas que carecen de la aleación vulgar del bruto y que disponen, invariablemente, de una actitud intelectual, hay que ir a otra parte. La civilización, especialmente cuando es del tipo austero, resulta propicia para la depravación. En ese ambiente, ésta se cubre a sí misma con el manto de la respetabilidad; también puede servirse de ciertas virtudes negativas como sus silenciosos auxiliares; la depravación no permite que el vino la haga salir de sí misma; se puede decir que no posee vicios y que no comete ni siquiera pequeños pecados, pues posee un orgullo fenomenal que los excluye. Jamás es codiciosa ni avara. Brevemente, la depravación a la que nos referimos aquí no tiene nada de sórdido o de sensual. Es seria, pero está libre de amargura. Aunque no adula a la humanidad, tampoco habla mal de ella.
Pero la señal que nos ayuda a reconocer, en casos excepcionales, un temperamento tan notable es la siguiente: aunque un hombre así puede aparecer con un carácter discreto y mesurado, acorde con las leyes de la razón, sin embargo, en lo más profundo de su alma, lucha contra esas leyes y trata de liberarse de su dominio, niega todo vínculo con ellas y sólo las escucha cuando las puede utilizar o necesitar para realizar lo más irracional; es decir, que para alcanzar su objetivo, cuya perversidad y malignidad traicionarían la mente de un loco, aplica un método frío, juicioso y sagaz. Esos hombres son dementes, y de los más peligrosos, ya que su locura no es continua, sino ocasional, surge de un objeto especial; permanece secreta y protegida, lo que significa que se autocontrola, de tal modo que cuando está más activa, una persona normal sería incapaz de distinguirla de la cordura, por la razón anteriormente  sugerida: cualesquiera que sean sus fines -que jamás se declaran-, el método y la ejecución son siempre perfectamente racionales.
Algo así era Claggart, en quien se encontraba la propensión de una naturaleza pérfida, no engendrada por el vicio, ni por libros corruptores o por experiencias licenciosas, sino nacida con él, innata, en pocas palabras, «una depravación conforme a naturaleza».

Oscuras palabras, diría alguien. Pero, ¿por qué? ¿Quizá porque recuerdan a la Sagrada Escritura, en su expresión “misterio de iniquidad”? Si es así, esta  coincidencia ha sido completamente involuntaria, ya que no favorecerá a estas páginas ante más de un lector de hoy. La necesidad de aclarar la naturaleza oculta del maestro de armas ha hecho indispensable este capítulo. Después de una o dos indicaciones más acerca del suceso en el comedor, el relato, en lo sucesivo, tendrá que defender como pueda su propia credibilidad.

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