Te quiero más que a la salvación de mi alma

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Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DOS HEROES LATINOS


Sergio Pitol recibió ayer el Premio Cervantes 2005, y en su discurso de agradecimiento realizó un profundo elogio de la lectura y una celebración de algunos de sus grandes maestros, como Alfonso Reyes. Citó también nombres menos conocidos, como los de algunos exiliados republicanos que llegaron a México después de la Guerra Civil y que, como profesores o compañeros, influyeron en su formación. Agradeció la presencia de tantos intelectuales españoles de relieve (María Zambrano, Buñuel, Cernuda, Bergamín...) que "crearon una atmósfera intelectual mejor", y destacó la libertad de Cervantes y la vitalidad permanente del Quijote, que, recordó, "en la época de las vanguardias" era la pieza más contemporánea de todas.
La ceremonia siguió las pautas establecidas. Cantó el coro de la Universidad, entraron los Reyes con el premiado; con el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero; las representantes de Cultura de México y de España, Sari Bermúdez y Carmen Calvo, respectivamente, y demás autoridades. Tras la lectura de Rogelio Blanco, director general del Libro, del acta del jurado, Sergio Pitol (Puebla, México, 1933) recibió el premio de manos del Rey: una medalla acreditativa y una estatuilla (el Cervantes está dotado con 90.180 euros). Lo celebró saludando discretamente al público. Luego subió a la tribuna, abrió los siete folios de su discurso, empezó a leer. La voz se le quebró un poco al principio (temblaron quienes conocen su timidez), pero luego se enderezó y enfiló con autoridad.
El ruido de la historia irrumpió en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares
Su obra atípica, su afán de transgredir los géneros, su transparencia...
La literatura se convirtió en la gran protagonista de sus palabras. El placer de la lectura, el asombro de descubrir las posibilidades de la lengua, la felicidad de vivir vidas ajenas y conocer nuevos mundos, y también la libertad (y ahí entró Cervantes): la libertad de romper los moldes establecidos, de romper las estructuras, de incorporar como propia la locura de esos caballeros andantes que se lanzaron a "defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos".
Sergio Pitol comenzó su discurso de recepción del Premio Cervantes 2005 recordando a la muchedumbre, "que entró por curiosidad", y que invadió su casa de Xalapa en cuanto se hizo público que el galardón más prestigioso en lengua española había caído en sus manos. La cosa empezó a eso de las nueve de la mañana, contó, y por la tarde se fue "a la ciudad de México para hacer una tregua". Durante el viaje, aletargado entre el sueño y la vigilia, lo invadieron imágenes muy distintas de su infancia: la nana de su abuela, su hermano jugando al tenis, una discusión sobre el precio del café.
El gran escritor, acaso en el momento más importante de su trayectoria profesional, desconectaba un instante de los oropeles de la gloria y una fuerza innombrable lo precipitaba en su infancia, como si en ese lugar residieran las verdaderas claves de cuanto había hecho hasta entonces, como si esos años fueran los que en su caso (niño huérfano desde muy pronto y enfermo de paludismo durante varios años) hubieran marcado decisivamente lo que vino después.
Leyó, leyó y leyó. En esos años de enfermo frecuentó a Verne, Stevenson, Dickens, Proust, Faulkner, Mann, Virginia Woolf y varios autores de lengua española. Pero todo aquello no cristalizó hasta que a los 16 años llegó a México a estudiar: entonces fue cuando Pitol habló por primera vez de uno de sus maestros. Un exiliado de la República, uno de los perdedores de la Guerra Civil.
El ruido de la historia irrumpió entonces en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. Pitol se acordó de Manuel Martínez de Pedroso, un catedrático que enseñaba en la Facultad de Derecho de México. Dijo de él que era "una de las personas más sabias" que había conocido, elogió su heterodoxia a la hora de afrontar sus explicaciones, destacó su capacidad de narración. Y recordó que les contó de la guerra que había padecido y de las purgas que vio en Moscú cuando fue embajador de la República.
Al recuerdo de este hombre, que procedía de una familia con muchos recursos, unió más adelante el de un modestísimo traductor, Aurelio Garzón del Camino, también llegado de los horrores de la Guerra Civil. Fue este último quien lo acercó más a los clásicos, pero le enseñó sobre todo que "lo fundamental de la escritura era descubrir o intuir el genio de la lengua, la posibilidad de modularla a discreción, de convertir en nueva una palabra mil veces repetida con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase".
El genio de la lengua: a encontrarlo se aplicó Pitol muy pronto. Y vaya si lo logró, y fue precisamente eso lo que se celebraba ayer. Su obra atípica, el deslumbrante modo en que ha hecho nuevas tantas palabras ya gastadas, su gusto por la parodia y la ironía, su afán de transgredir los géneros, sus ganas de provocar. Pero también su sobriedad y su transparencia, su clara inteligencia, su perspicacia, su elegancia.

De las largas vueltas que fue dando para conquistar su escritura, Sergio Pitol se acordó ayer de muchos de sus maestros. Además de aquellos exiliados españoles, recordó a Alfonso Reyes ("nos incitaba a emprender todos los viajes"), refiriéndose concretamente a La cena: "Una de las raíces de mi literatura se hunde en aquel cuento".
Insistió, sin embargo, en las enseñanzas de los españoles llegados a México. Ellos "enriquecieron de manera notable la cultura mexicana", resumió Pitol, y les permitieron derribar algunos prejuicios injustamente establecidos sobre algunos escritores. "La literatura del XIX no la toqué en la adolescencia, tenía fama de mojigata y de un costumbrismo regionalista. De golpe, los españoles exiliados me descubrieron la grandeza de Galdós. María Zambrano, Luis Cernuda, José Bergamín escribieron ensayos extraordinarios en aquel tiempo sobre ese novelista".
Sin olvidar a Octavio Paz, "quien en este lugar -refiriéndose al Paraninfo- en 1981 dedicó su discurso a Galdós, al último de la segunda serie de los Episodios nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Para Pitol, el ensayo de Paz es magistral. "Trata de la semejanza de la historia del siglo XIX en España y en México: la permanente guerra entre liberales y conservadores en los dos países, entre fanatismo contra tolerancia, Inquisición contra libertad, legionarios celestiales contra la vida pública laica". La historia interminable.
Concluyó Pitol con un emocionado homenaje a la libertad en el Quijote. Para el escritor mexicano, ese concepto es crucial en la obra. Porque si bien es un libro cuya tensión gravita entre la demencia y la cordura, "Cervantes convierte la locura en una variante de la libertad". Se refirió, por ejemplo, al discurso ante los cabreros, "uno de los más soberbios del libro, de aliento humanista, renacentista, libertario". Pero la libertad no sólo la encuentra en el alma del Quijote; también está en su cuerpo: "Cervantes la ejerce en la estructura. La demencia le ofrece un marco propicio y la imaginación se la potencia". Cervantes se convierte así en "un adelantado a su época. No hay ulterior corriente literaria importante que no le deba algo al Quijote".
Carmen Calvo, que intervino después del premiado, aludió a su libro más reciente, El mago de Viena, que resume la aspiración fundamental del escritor: "La búsqueda de lo que él ha llamado con frecuencia la extravagancia y la universalidad". La ministra de Cultura recorrió después la trayectoria de Pitol como escritor, traductor, profesor y diplomático, además de destacar que, "en su estilo, se detecta algo similar a una autobiografía oblicua en la que se funden vida y literatura".
El rey Juan Carlos cerró el acto refiriéndose a Pitol como autor "de una genial obra literaria, originalísima, cosmopolita y de gran agilidad narrativa", y destacó además su "dimensión cervantina, así como su talante innovador y adelantado a su tiempo".

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