Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA SENTENCIA DE MUERTE

Más afuera, Jonathan Franzen, p. 51
Aunque me cuesta más sintonizar con la rabia infantil y los impulsos homicidas sublimados que se advierten en ciertos detalles de su muerte, incluso en eso puedo distinguir una lógica de espejo deformante muy propia de Wallace, una perversa forma de anhelo de coherencia y honradez intelectual. Para merecer la pena de muerte a la que él mismo se condenó, la ejecución de la sentencia tenía que resultar profundamente lesiva para alguien. A fin de demostrar de una vez por todas que en verdad no merecía ser querido, era necesario traicionar de la manera más horrorosa a quienes más lo querían, quitándose la vida en casa y convirtiéndolos a ellos en testigos presenciales de su acción. Y lo mismo puede decirse del suicidio como jugada de promoción en su carrera profesional, que era la clase de cálculo al servicio del anhelo de adulación que despreciaba y del que negaba ser consciente (si pensaba que nadie lo detectaría), y que luego (si uno se lo señalaba) admitía, riéndose o con una mueca atormentada, que sí, vale, en efecto era capaz de eso. Imagino el lado de David que abogaba por seguir la ruta de Kurt Cobain hablando con la voz seductoramente razonable del diablo en Cartas del diablo a su sobrino, uno de sus libros preferidos, y señalando que la muerte por propia mano satisfaría su despreciable afán de promoción profesional y a la vez --al representar una capitulación ante el lado de sí mismo que su asediado lado mejor percibía como malo-- vendría a confirmar una vez más que su sentencia de muerte era justa.

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