Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DE LAS PELUQUERIAS

La vida negociable, Luis Landero, p. 178-179
¿Qué son las peluquerías sino pequeñas universidades populares? Fíjate en mí. Yo apenas tengo estudios, y sin embargo ya ves, y más que verás, cómo me expreso, con qué facilidad hilo conceptos, sintetizo lo mucho y analizo lo poco, sé hablar prolijo o breve según las conveniencias, y en una conversación, puedo aportar algo a cualquier tema, y alguna luz a cualquier controversia. Y de pullas, citas, chirigotas, burlas, desplantes y retruécanos, todos los que quieras. Un peluquero tiene que saber hablar y adaptarse a todo tipo de asuntos y discursos, lo mismo con un rey que con el último vasallo. Porque igual que hay gente de lo más sofisticada, hay otra que se las apaña con un poco de pan y algo de unte, y también para alimentar el alma se arregla con lo básico, unos refranes, unas anécdotas, unos chistes, el sentido común y poco más, y con eso les vale. Como el buen torero, tenemos que saber lidiar todo tipo de toros.
Un peluquero, seguía adiestrándome en los secretos del oficio, ha de tener también una amplia batería de temas de coloquio, y ser un poco o un mucho psicólogo para conocer los gustos y el carácter de cada cliente. En una peluquería se habla mucho de política, y es deber y arte del peluquero moderar y matizar continuamente las opiniones de los pelucandos. O, por ejemplo, tener un chiste a tiempo, entre los muchos que se sabe, para poner una nota de humor en una discusión que comienza a nublarse. El peluquero, por otra parte, está expuesto a un sinfín de influencias ideológicas. Y o he conocido a peluqueros, y a mí mismo me ocurrió de joven, cuando tenía poca experiencia, que se levantaron de derechas y al término de la jornada eran ya anarquistas confesos, o de ateos pasaban a místicos, o se hacían futboleros fanáticos sin haber dado nunca una patada a una pelota.

Porque una peluquería es un espacio público de libertad y democracia, me decía, donde las opiniones circulan a su antojo, salvo que el peluquero (y es que en todos los oficios hay gente absolutista) imponga en ella la dictadura de sus propias ideas. Porque has de saber que la civilización les debe mucho a las peluquerías. Ellas cohesionan a la sociedad. iCuántas revoluciones y fuertes corrientes de opinión no se habrán gestado en las antiguas barberías de Menfis, de Atenas o de Roma! Pero, por otro lado, también la peluquería es un espacio privado, y hasta de intimidad, donde, en voz baja, y a veces compungida, el pelucando se confiesa con su peluquero. Y es que la autoridad de los peluqueros sobre sus pelucandos, cuando el peluquero domina las artes de su oficio, es comparable acaso a la del médico con sus pacientes o a la del sacerdote con sus feligreses. Al peluquero le cuentan lo que a nadie se atreverían a contar, secretos sobre su trabajo, sobre su matrimonio y sus amoríos, sobre su salud, sobre sus triunfos y miserias. Y es que, de algún modo, el cabello es la extensión del pensamiento y hasta de la conciencia. De ahí que el peluquero deba ser un hombre discreto, piadoso y seguro de sí, con una escala de valores amplia y flexible, que le permita comprender, aconsejar, conciliar, consolar, dar y quitar razones, guiar y reconducir, como experto y gran conocedor del alma humana que es.

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