En 1958, mi editor alemán nos
preguntó a otro escritor y a mí si podíamos echarle una mano con la traducción
al alemán de Lolita de Vladimir Nabokov. Un equipo de venerables literatos, tan
numeroso que en una foto de grupo habría parecido el coro de los Cosacos del
Don, ya había elaborado una primera versión y, sin embargo, nuestro pequeño
equipo no estaba preparado en absoluto para las dificultades que aún acechaban tras
el endemoniado arte de Nabokov. En un determinado momento se produjo una
acalorada discusión sobre si Lolita podía interpretarse quizá como una
grandiosa metáfora del amor sin esperanza
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