Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

NI SON NARANJAS NI SON LIMONES NI PERAS, SON TOMATES

De Sodoma y Gomorra, de Marcel Proust, p.273-274 (Lumen)


Estábamos. Albertine y yo, deJante de la estación en Balbec del tren de vía estrecha. Por el mal tiempo, habíamos ido en el ómnibus del hotel. No lejos de nosotros estaba el Sr. Nissim Bernard, quien tenía un ojo a la funerala. Hacía poco que engañaba al niño de los coros de Aratía con el mozo de una granja bastante acreditada de la vecindad, Los cerezos. Aquel muchacho pelirrojo, de facciones abruptas, parecía enteramente tener un tomate por cabeza. Un tomate exactamente semejante servía de cabeza a su hermano gemelo. Para el contemplador desinteresado, esos parecidos perfectos de dos gemelos presentan una particularidad bastante hermosa: la de que la naturaleza, como si se hubiera industrializado momentáneamente, parece dar productos iguales. Por desgracia, el punto de vista del Sr. Nissim Bemard era diferente y ese parecido era sólo exterior. El tomate n." 2 disfrutaba con frenesí haciendo las delicias de las señoras, el tomate n. 1 no detestaba condescender a los gustos de ciertos señores. Ahora bien, siempre que el Sr. Bernard -sacudido, como por un reflejo, por el recuerdo de los buenos momentos pasados con el tomate n." 1- se presentaba en Los cerezos, miope (y, por lo demás. no era necesaria la miopía para confundirlos), el viejo israelita, interpretando sin saberlo el papel de Anfitrión, se dirigía al hermano gemelo y le decía: «¿Quieres que quedemos para esta tarde?». Al instante recibía una sólida «tunda». Llegó incluso a renovarse durante una misma comida, en la que continuaba con el otro el diálogo comenzado con el primero. A la larga, acabó cogiendo tal asco -por asociación de ideas- a los tomates, incluso los comestibles, que, siempre que oía a un viajero pedirlos a su lado, en el Grand-H6tel, le susurraba: «Discúlpeme, señor, que me dirija a usted sin conocerlo, pero he oído que pedía usted tomates. Hoy son pésimos . Se lo digo por su bien, pues a mí me es igual, nunca los como». El forastero agradecía con efusión a aquel vecino filántropo y desinteresado, volvía a llamar al camarero y fingía haber cambiado de opinión: «No, la verdad es que no: tomates, no».Aimé, que ya se conocía la escena, se reía solo y pensaba: "Es un viejo astuto el Sr. Bernard, ya ha encontrado de nuevo la forma de hacer cambiar el pedido».

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